Translate

martes, 28 de junio de 2016

CUANDO EL COMUNISMO SALVÓ AL CAPITALISMO: LA ERA KEYNESIANA (1946-1973)




Tras la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, el fin de la Guerra Fría parecía evidente. Desaparecido uno de los mayores símbolos de ese mundo bipolar, la Unión Soviética se descompuso a una velocidad insospechada. Terminaba así, la gran pugna ideológica que habían mantenido los dos grandes sistemas económicos del siglo XX: el capitalismo y el comunismo. A pesar de ello, en nuestras actuales campañas electorales resulta fácil comprobar que los discursos del anticomunismo propios de ese período siguen estando plenamente vigentes. Mientras que la izquierda zozobra en una incierta tormenta tras la desaparición de la URSS, la derecha exhibe músculo asumiendo que no existe ninguna alternativa a nuestros modelos actuales. La experiencia histórica, a priori, parecería darles la razón. Sin embargo, un análisis en profundidad de nuestra historia económica más reciente nos demuestra que los problemas a menudo son más complejos de lo que nos imaginamos. Por ello, debemos ser críticos, no caer en el discurso del miedo, sino comprender qué significó el comunismo soviético y cómo ha evolucionado nuestra economía hacia el neoliberalismo imperante en la actualidad que amenaza con destruirnos como sociedad. 

El capitalismo industrial había ido expandiéndose a lo largo del siglo XIX con un éxito fulgurante. Los países occidentales protagonizaron un rápido ascenso que les otorgó un liderazgo mundial apoyado en una colonización que les permitía seguir ampliando sus mercados. Los Estados europeos más industrializados implantaron el liberalismo a todos los niveles. Esto implicó, en primer lugar, una revalorización del individuo frente a la colectividad y una progresión hacia los derechos individuales. El siglo XIX representaba en definitiva, el abandono de la sociedad estamental del Antiguo Régimen y de todos sus valores. Los antiguos súbditos de la monarquía pasaban ahora a ser ciudadanos y la autoridad del rey se veía limitada por el principio de la soberanía nacional. Pero si bien  es cierto que en el terreno político el XIX trajo una igualdad jurídica que acabó con los privilegios del clero y la aristocracia, la realidad económica fue bien distinta. El liberalismo decimonónico no prestó atención a las desigualdades sociales que se estaban ampliando a raíz del desarrollo del capitalismo industrial.  Tal y como retrataron autores de la talla de Dickens, las clases bajas apenas podían aspirar a llevar una vida digna. Por esta razón, el malestar social del proletariado se fue cristalizando en un movimiento obrero cada vez más organizado.


Para los autores que inspiraron este movimiento, parecía evidente que las propias contradicciones del modelo capitalista acabarían por destruirlo. Marx veía una revolución inminente en aquellos países más industrializados. Sin embargo, esto no sucedió. Por el contrario, la revolución tuvo lugar en la Rusia zarista semifeudal y así, en 1917 surgió el primer gran desafío para el capitalismo de Occidente. No obstante, no sería el único.

Finalizada la Primera Guerra Mundial, Europa entró en una fase crítica para el capitalismo. Tras el breve espejismo de los Felices años Veinte (que en realidad se limitó al período 1924-1929), la Gran Depresión y el avance del fascismo marcaron serias amenazas para la supervivencia de los regímenes liberales. En un principio, los países occidentales actuaron con lentitud y prefirieron centrar su ofensiva hacia el comunismo, al que consideraban su mayor enemigo. Así, cuando el fascismo acosó a la República Española en 1936, las democracias parlamentarias (en especial el Reino Unido) dieron la espalda a sus aliados naturales ante el temor de que una victoria republicana pudiera apuntalar el comunismo. Sin duda, la política británica del appeasement, que buscaba evitar una confrontación directa con el fascismo, resultó ser un grave error que pagarían años después cuando se midiesen las fuerzas con las potencias del Eje. 

De esta forma, en 1939 la Alemania nazi disponía de una superioridad de fuerzas abrumadora que le permitió someter a la mayor parte de las potencias de la Europa Occidental. Pero entonces, el curso de la guerra dio un giro radical cuando Hitler decidió emprender la Operación Barbarroja, es decir, la invasión de la Unión Soviética. Por su parte, la URSS, que había firmado previamente un acuerdo con Alemania para repartirse Polonia, al verse agredida, tuvo que recurrir a un pacto contra natura. Se produjo entonces la efímera pero decisiva alianza entre el capitalismo y el comunismo. Juntos, hicieron frente a las potencias del Eje y consiguieron derrotarlas. Pero no nos engañemos, no fueron los Estados Unidos, ni el Reino Unido los principales responsables de la derrota de Hitler sino que fue la URSS de Stalin la que soportó el mayor peso de la guerra. Por lo tanto, no sería descabellado pensar que sin la intervención de la URSS, la Europa Occidental quizá no hubiera conocido un retorno a la normalidad parlamentaria. 

Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, desaparecido el enemigo común, el capitalismo y el comunismo retomaron su enfrentamiento natural. En una Europa asolada por la miseria de la posguerra, el avance de los partidos comunistas constituía un motivo de preocupación para los políticos estadounidenses que confiaban en contar con aliados sólidos en Europa que sirvieran de barrera frente a la amenaza soviética. Es por ello, que Estados Unidos acudió al rescate de la Europa de posguerra a través del Plan Marshall que aseguró la reactivación económica del continente y, de esta forma, se aspiraba a impedir el éxito del comunismo entre los sectores más desfavorecidos. Pero más allá de esta iniciativa, los gobiernos occidentales tomaron una decisión mucho más relevante para su porvenir a largo plazo: aceptaron el modelo económico propuesto por John Maynard Keynes y se formaron los Estados del Bienestar. Mientras que en épocas anteriores, el modelo económico predominante había consistido en una mínima intervención del Estado en la economía (apoyándose en las teorías de la "mano invisible" de Adam Smith), Keynes había defendido el papel del Estado como corrector de las propias deficiencias del mercado. Es decir, se partía de la base de que dejar todo en manos de un mercado con enormes fluctuaciones podía desembocar en graves crisis como el crack del 29. Por el contrario, el Estado tenía la capacidad de usar sus recursos para compensar estas variaciones y otorgar una mayor estabilidad a la economía.

Relacionado directamente con esto, los gobiernos que estaban determinados a intervenir activamente en la vida económica asumieron el compromiso de crear un Estado del Bienestar que redujese las desigualdades sociales. Al fin y al cabo, si se conseguía la prosperidad deseada, los regímenes democráticos adquirirían estabilidad, evitarían desastres similares a los del pasado y frenarían la expansión del comunismo. El proceso comenzó en Reino Unido, gracias a la acción del nuevo primer ministro tras la guerra, el laborista Clement Attlee. A lo largo de las siguientes décadas, los principales Estados europeos adoptaron políticas en esta dirección, nacionalizando sectores estratégicos y fomentando las prestaciones sociales básicas (sanidad, educación, etc.). Con independencia del partido político que estuviera el gobierno, todos respetaban el consenso keynesiano. 

El mundo occidental entró entonces en una Edad de Oro. A lo largo de tres décadas, los países capitalistas vivieron un crecimiento económico sostenido mientras que la estabilidad de las nuevas democracias quedaba garantizada por la expansión de las clases medias. El aumento generalizado de los salarios  produjo una redistribución de los ingresos de manera que se redujo la desigualdad social hasta niveles nunca antes conocidos en occidente. 

Tasas de crecimiento medias por países en el período 1945-1970

Porcentaje de la riqueza nacional en manos del 1% más rico de la población

La prosperidad se mantuvo sin interrupción hasta la crisis del petróleo de 1973. A partir de entonces, los detractores del keynesianismo conseguirían imponer un nuevo modelo (el neoliberalismo) y las economías occidentales entrarían en un período decadente e incierto que se extiende hasta nuestros días. Una vez que esta extraordinaria edad dorada de la economía occidental hubo finalizado, los ciudadanos empezaron a adquirir conciencia de lo que habían perdido y  otorgaron distintos nombres a ese período (los franceses, por ejemplo, hablarían de los "Treinta Gloriosos"). 

Resumiendo, el capitalismo, que a duras penas había conseguido sobrevivir a la Depresión y la Guerra, fue capaz de reinventarse, asumiendo fórmulas que en épocas anteriores hubieran sido consideradas "socialistas" e impropias de una economía liberal. Fue la sombra constante de la amenaza comunista la que impulsó una reforma del propio sistema para asegurar su supervivencia. Paradójicamente, el comunismo, que había nacido con el objetivo de derribar al capitalismo, consiguió  indirectamente salvarlo de la debacle. 

miércoles, 22 de junio de 2016

SALVAR EUROPA

Os doy la bienvenida a todos a la primera entrada de este blog con el que espero poder compartir con vosotros mis reflexiones personales acerca de nuestra historia. En una época de incertidumbres como la nuestra, mirar al pasado es un ejercicio necesario, bien porque consideremos a la historia maestra de vida, o bien porque simplemente queramos comprender como hemos llegado hasta nuestra situación presente. 


Así pues, mi primer escrito se dirige precisamente a comprender o al menos intentarlo, qué significa el proyecto europeo y por qué nos jugamos tanto todos nosotros en el referéndum del Brexit que tendrá lugar mañana. Ahora que precisamente vivimos en una época de creciente euroescepticismo, es necesario adquirir una perspectiva más amplia para valorar la amplitud de la Unión Europea. 

En nuestra historia contemporánea han sido varios los personajes que han intentado implantar su propia noción de Europa, tratando de superar la fragmentación de los Estados-nación. Figuras como Napoleón o Hitler impulsaron sus propios proyectos europeos, pero no olvidemos que sus planes se alejaban mucho de lo que entendemos hoy por Unión Europea. Sus visiones de una Europa unida dependían de la dominación, exclusión y conquista, no de la cooperación entre pueblos. 


El proyecto europeo que dio origen a nuestra UE nació a partir de una Europa en ruinas que acababa de vivir la pesadilla de dos guerras mundiales. Las naciones europeas que antaño habían ostentado la hegemonía mundial, se habían visto desplazadas por la emergencia de dos superpotencias que marcaban ahora las dinámicas de las relaciones internacionales: Estados Unidos y la Unión Soviética. Europa, mosaico de Estados divididos y enfrentados entre sí a lo largo de su turbulenta historia, se encontraba en una situación crítica. Fue a partir de este momento cuando nació la idea de que Europa superase sus viejas barreras fronterizas y avanzase hacia un proyecto de federación de Estados cuyo futuro resultaría sumamente incierto. Uno de los primeros en señalar esta idea fue, a pesar de que hoy nos pueda resultar irónico, el británico Winston Churchill en su discurso en Zúrich en 1946. Allí, Churchill, al referirse a la lamentable situación del continente, apostó claramente por la formación de unos Estados Unidos de Europa: 



    

 A pesar de todo, aún hay un remedio que si se adoptara de una manera general y espontánea, podría cambiar todo el panorama como por ensalmo, y en pocos años podría convertir a Europa, o a la mayor parte de ella, en algo tan libre y feliz como es Suiza hoy en día. ¿Cuál es ese eficaz remedio? Es volver a crear la familia europea, o al menos todo lo que se pueda de ella, y dotarla de una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad. Tenemos que construir una especie de Estados Unidos de Europa, y sólo de esta manera cientos de millones de trabajadores serán capaces de recuperar las sencillas alegrías y esperanzas que hacen que la vida merezca la pena.




No nos dejemos engañar, pues él siempre defendió que Gran Bretaña debía permanecer fuera de esa hipotética federación de Estados europeos. En realidad, el protagonismo de esa unión debía recaer en las dos grandes potencias continentales que se habían enfrentado en las últimas guerras: Alemania y Francia. A partir de la cooperación entre ambas, se superarían los fantasmas pasados y Europa caminaría hacia una nueva unidad. 

El proyecto de construcción europea se vio facilitado por las propias dinámicas de la Guerra Fría. Estados Unidos, temeroso ante el avance del comunismo en Europa y consciente de la necesidad de contar con un aliado fuerte que hiciera frontera con la URSS, apoyó enérgicamente el proyecto. El Plan Marshall, que permitió la reconstrucción económica de los países de la Europa Occidental, fue una primera iniciativa que obligó a estos Estados a coordinar sus acciones. 

Sin embargo, si bien eran varios los analistas que coincidían con Churchill en esa meta final, se abría un gran interrogante ¿Qué vía debían seguir para conseguir esta federación? Ni la vía política, ni la militar (es decir, la creación de un ejército europeo) consiguieron prosperar. En una Europa dividida, conformada por distintos Estados con culturas y tradiciones distintas, la unión política resultaba en aquellos momentos una utopía de difícil cumplimiento. Finalmente, sería una tercera vía, la económica, la que conseguiría dar un impulso real al proyecto. Se trataba de comenzar con una integración económica, es decir, la creación de una unión aduanera y, a partir de ahí, se iría avanzando hacia una cooperación cada vez más estrecha entre Estados que acabaría desembocando en la creación de esos Estados Unidos de Europa. 

Así, el 9 de mayo de 1950, el ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, pronunciaba un discurso que ha sido considerado como uno de los documentos fundacionales de Europa: la declaración Schuman. En ella, se atisba esa Europa unida capaz de contribuir a la paz mundial y como primer paso de esa unión se propone la administración conjunta del carbón y el acero (bases de la economía industrial) de Francia y Alemania. Así, un año después Francia, Alemania, Italia y el Benelux firmaban el tratado de París mediante el que se constituía la CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero). Se daba así el primer paso hacia una futura cooperación europea. En 1957 estos mismos países firmaron los Tratados de Roma que se consideran el origen de lo que posteriormente será la Unión Europea. 

No voy a llevar a cabo un recorrido sistemático a través de la evolución europea desde entonces pues acabaríamos entrando en un terreno árido y de difícil comprensión. A grandes rasgos, podemos señalar no obstante, los logros de esta Unión Europea. Desde ese primitivo club de los 6 miembros fundadores, Europa ha ido acogiendo en su seno a numerosos países hasta construir nuestra actual Europa de los 28. La Unión Europea ha conseguido mayor integración que ninguna otra iniciativa supranacional en el planeta. No se trata exclusivamente de un mercado común, sino que además, los ciudadanos europeos disponemos de una serie de derechos que son importantes (libertad de movimiento, voto en las elecciones locales, derecho de apelación a tribunales europeos, etc.). 

No pretendo con esto dibujar un panorama idílico de lo que significa Europa y todos conocemos sus grandes retos y sus enormes deficiencias. La moneda común ha significado una desventaja para economías muy dispares entre sí. Tenemos la paradoja de que nuestros gobiernos nacionales han perdido poder, pero no del todo. Es decir, cuando nosotros votamos en nuestras elecciones generales, nuestros políticos apenas tienen capacidad de maniobra puesto que no pueden controlar la política monetaria, pero al mismo tiempo, todavía conservan la capacidad de aprobar los presupuestos generales y las políticas fiscales. Europa por lo tanto, se encuentra a medio camino entre una unión federal y la soberanía de las distintas naciones. Existe una dialéctica Estado-Unión difícil de solucionar pues cualquier avance hacia una mayor unión entre los distintos Estados, implica una pérdida de soberanía a nivel nacional que causa incertidumbre y oposición. Al fin y al cabo, la UE se ha mostrado incapaz de inculcar una identidad europea y a día de hoy los ciudadanos europeos se sienten muy desvinculados del proyecto común y aferrados a sus viejas identidades nacionales. Esto complica enormemente el avance de un proyecto en el que priman los enfoques egoístas e individuales de los distintos gobiernos por encima del ímpetu federador. 

Pero en realidad, creo a mi juicio que el mayor reto que afronta Europa no es ninguno de los problemas hasta ahora mencionados. Se trata del monstruo del neoliberalismo y el austericidio. En otra entrada explicaré el origen de nuestro modelo económico actual, que pugna por sobrevivir tras el descalabro de la crisis del 2008 y que sin embargo se está mostrando sumamente ineficaz e injusto, aumentando las diferencias sociales al tiempo que nuestras economías languidecen. La economía se encuentra en el origen de grandes problemas que hoy nos acechan: la creciente inseguridad económica, el hundimiento de las clases medias y la insurgencia de partidos xenófobos, cuyo nacionalismo virulento y populista se impone como una receta emocional en una etapa de declive e incertidumbre. Esto nos conduciría además al creciente autoritarismo de los gobiernos, la crisis de los refugiados, la amenaza del terrorismo... En resumen, nuestra Europa actual. Pero no es mi intención analizar aquí esta problemática que me llevaría una entrada aparte. 

Mañana, los ciudadanos de uno de los países menos europeístas de nuestra Unión, pueden tomar una decisión de consecuencias históricas irreversibles. Esto no se debe a que el Reino Unido sea uno de los países que más haya contribuido a la integración europea (más bien al contrario) ya que los británicos, con una fuerte identidad propia respecto al resto del continente, asumen la UE como una mera unión económica pero en ningún caso como un proyecto político de mayores dimensiones que pueda hacer peligrar su querida soberanía nacional. A corto plazo, los mayores efectos del Brexit se dejarían sentir en el ámbito económico pero aún así, la UE seguiría siendo un gigante económico, con o sin Reino Unido. No obstante, el mayor efecto (y éste sí que podría ser devastador) sería de tipo moral. Significaría una decisión histórica de abandonar por primera vez el proyecto europeo dando la razón a los partidos de ultraderecha eurófobos. Por ello no es de extrañar que Marine Le Pen apoye tan enérgicamente a los partidarios del Brexit. El mayor peligro de esa decisión podría ser por tanto, la deslegitimación completa de Europa y el efecto dominó que podría arrastrar a otros países europeos. 



Hago un llamamiento a valorar las virtudes de esta unión que apenas conocemos. Europa parece haber dejado atrás las viejas guerras de naciones decadentes y gracias a este proyecto, hemos vivido la época de mayor paz de nuestra historia. Sin Europa, nuestros minúsculos Estados por separado son incapaces de prosperar en un mundo cada vez más globalizado. Los retos que afrontamos hoy los europeos no son de carácter exclusivamente nacional sino que nos afectan a todos. Ante problemas comunes se exigen soluciones comunes. Dar un sí a esta Unión por otro lado, no significa aceptar acríticamente todo su funcionamiento. Es posible luchar por una UE distinta, cambiarla y recuperar  entre todos una Europa del Bienestar. Pero no nos engañemos, si no luchamos por ella, a pesar de sus enormes defectos, la alternativa que tenemos ante nosotros no es halagüeña.