Tras la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, el fin de la Guerra Fría parecía evidente. Desaparecido uno de los mayores símbolos de ese mundo bipolar, la Unión Soviética se descompuso a una velocidad insospechada. Terminaba así, la gran pugna ideológica que habían mantenido los dos grandes sistemas económicos del siglo XX: el capitalismo y el comunismo. A pesar de ello, en nuestras actuales campañas electorales resulta fácil comprobar que los discursos del anticomunismo propios de ese período siguen estando plenamente vigentes. Mientras que la izquierda zozobra en una incierta tormenta tras la desaparición de la URSS, la derecha exhibe músculo asumiendo que no existe ninguna alternativa a nuestros modelos actuales. La experiencia histórica, a priori, parecería darles la razón. Sin embargo, un análisis en profundidad de nuestra historia económica más reciente nos demuestra que los problemas a menudo son más complejos de lo que nos imaginamos. Por ello, debemos ser críticos, no caer en el discurso del miedo, sino comprender qué significó el comunismo soviético y cómo ha evolucionado nuestra economía hacia el neoliberalismo imperante en la actualidad que amenaza con destruirnos como sociedad.
El capitalismo industrial había ido expandiéndose a lo largo del siglo XIX con un éxito fulgurante. Los países occidentales protagonizaron un rápido ascenso que les otorgó un liderazgo mundial apoyado en una colonización que les permitía seguir ampliando sus mercados. Los Estados europeos más industrializados implantaron el liberalismo a todos los niveles. Esto implicó, en primer lugar, una revalorización del individuo frente a la colectividad y una progresión hacia los derechos individuales. El siglo XIX representaba en definitiva, el abandono de la sociedad estamental del Antiguo Régimen y de todos sus valores. Los antiguos súbditos de la monarquía pasaban ahora a ser ciudadanos y la autoridad del rey se veía limitada por el principio de la soberanía nacional. Pero si bien es cierto que en el terreno político el XIX trajo una igualdad jurídica que acabó con los privilegios del clero y la aristocracia, la realidad económica fue bien distinta. El liberalismo decimonónico no prestó atención a las desigualdades sociales que se estaban ampliando a raíz del desarrollo del capitalismo industrial. Tal y como retrataron autores de la talla de Dickens, las clases bajas apenas podían aspirar a llevar una vida digna. Por esta razón, el malestar social del proletariado se fue cristalizando en un movimiento obrero cada vez más organizado.
Para los autores que inspiraron este movimiento, parecía evidente que las propias contradicciones del modelo capitalista acabarían por destruirlo. Marx veía una revolución inminente en aquellos países más industrializados. Sin embargo, esto no sucedió. Por el contrario, la revolución tuvo lugar en la Rusia zarista semifeudal y así, en 1917 surgió el primer gran desafío para el capitalismo de Occidente. No obstante, no sería el único.
Para los autores que inspiraron este movimiento, parecía evidente que las propias contradicciones del modelo capitalista acabarían por destruirlo. Marx veía una revolución inminente en aquellos países más industrializados. Sin embargo, esto no sucedió. Por el contrario, la revolución tuvo lugar en la Rusia zarista semifeudal y así, en 1917 surgió el primer gran desafío para el capitalismo de Occidente. No obstante, no sería el único.
Finalizada la Primera Guerra Mundial, Europa entró en una fase crítica para el capitalismo. Tras el breve espejismo de los Felices años Veinte (que en realidad se limitó al período 1924-1929), la Gran Depresión y el avance del fascismo marcaron serias amenazas para la supervivencia de los regímenes liberales. En un principio, los países occidentales actuaron con lentitud y prefirieron centrar su ofensiva hacia el comunismo, al que consideraban su mayor enemigo. Así, cuando el fascismo acosó a la República Española en 1936, las democracias parlamentarias (en especial el Reino Unido) dieron la espalda a sus aliados naturales ante el temor de que una victoria republicana pudiera apuntalar el comunismo. Sin duda, la política británica del appeasement, que buscaba evitar una confrontación directa con el fascismo, resultó ser un grave error que pagarían años después cuando se midiesen las fuerzas con las potencias del Eje.
De esta forma, en 1939 la Alemania nazi disponía de una superioridad de fuerzas abrumadora que le permitió someter a la mayor parte de las potencias de la Europa Occidental. Pero entonces, el curso de la guerra dio un giro radical cuando Hitler decidió emprender la Operación Barbarroja, es decir, la invasión de la Unión Soviética. Por su parte, la URSS, que había firmado previamente un acuerdo con Alemania para repartirse Polonia, al verse agredida, tuvo que recurrir a un pacto contra natura. Se produjo entonces la efímera pero decisiva alianza entre el capitalismo y el comunismo. Juntos, hicieron frente a las potencias del Eje y consiguieron derrotarlas. Pero no nos engañemos, no fueron los Estados Unidos, ni el Reino Unido los principales responsables de la derrota de Hitler sino que fue la URSS de Stalin la que soportó el mayor peso de la guerra. Por lo tanto, no sería descabellado pensar que sin la intervención de la URSS, la Europa Occidental quizá no hubiera conocido un retorno a la normalidad parlamentaria.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, desaparecido el enemigo común, el capitalismo y el comunismo retomaron su enfrentamiento natural. En una Europa asolada por la miseria de la posguerra, el avance de los partidos comunistas constituía un motivo de preocupación para los políticos estadounidenses que confiaban en contar con aliados sólidos en Europa que sirvieran de barrera frente a la amenaza soviética. Es por ello, que Estados Unidos acudió al rescate de la Europa de posguerra a través del Plan Marshall que aseguró la reactivación económica del continente y, de esta forma, se aspiraba a impedir el éxito del comunismo entre los sectores más desfavorecidos. Pero más allá de esta iniciativa, los gobiernos occidentales tomaron una decisión mucho más relevante para su porvenir a largo plazo: aceptaron el modelo económico propuesto por John Maynard Keynes y se formaron los Estados del Bienestar. Mientras que en épocas anteriores, el modelo económico predominante había consistido en una mínima intervención del Estado en la economía (apoyándose en las teorías de la "mano invisible" de Adam Smith), Keynes había defendido el papel del Estado como corrector de las propias deficiencias del mercado. Es decir, se partía de la base de que dejar todo en manos de un mercado con enormes fluctuaciones podía desembocar en graves crisis como el crack del 29. Por el contrario, el Estado tenía la capacidad de usar sus recursos para compensar estas variaciones y otorgar una mayor estabilidad a la economía.
Relacionado directamente con esto, los gobiernos que estaban determinados a intervenir activamente en la vida económica asumieron el compromiso de crear un Estado del Bienestar que redujese las desigualdades sociales. Al fin y al cabo, si se conseguía la prosperidad deseada, los regímenes democráticos adquirirían estabilidad, evitarían desastres similares a los del pasado y frenarían la expansión del comunismo. El proceso comenzó en Reino Unido, gracias a la acción del nuevo primer ministro tras la guerra, el laborista Clement Attlee. A lo largo de las siguientes décadas, los principales Estados europeos adoptaron políticas en esta dirección, nacionalizando sectores estratégicos y fomentando las prestaciones sociales básicas (sanidad, educación, etc.). Con independencia del partido político que estuviera el gobierno, todos respetaban el consenso keynesiano.
El mundo occidental entró entonces en una Edad de Oro. A lo largo de tres décadas, los países capitalistas vivieron un crecimiento económico sostenido mientras que la estabilidad de las nuevas democracias quedaba garantizada por la expansión de las clases medias. El aumento generalizado de los salarios produjo una redistribución de los ingresos de manera que se redujo la desigualdad social hasta niveles nunca antes conocidos en occidente.
La prosperidad se mantuvo sin interrupción hasta la crisis del petróleo de 1973. A partir de entonces, los detractores del keynesianismo conseguirían imponer un nuevo modelo (el neoliberalismo) y las economías occidentales entrarían en un período decadente e incierto que se extiende hasta nuestros días. Una vez que esta extraordinaria edad dorada de la economía occidental hubo finalizado, los ciudadanos empezaron a adquirir conciencia de lo que habían perdido y otorgaron distintos nombres a ese período (los franceses, por ejemplo, hablarían de los "Treinta Gloriosos").
Resumiendo, el capitalismo, que a duras penas había conseguido sobrevivir a la Depresión y la Guerra, fue capaz de reinventarse, asumiendo fórmulas que en épocas anteriores hubieran sido consideradas "socialistas" e impropias de una economía liberal. Fue la sombra constante de la amenaza comunista la que impulsó una reforma del propio sistema para asegurar su supervivencia. Paradójicamente, el comunismo, que había nacido con el objetivo de derribar al capitalismo, consiguió indirectamente salvarlo de la debacle.
Relacionado directamente con esto, los gobiernos que estaban determinados a intervenir activamente en la vida económica asumieron el compromiso de crear un Estado del Bienestar que redujese las desigualdades sociales. Al fin y al cabo, si se conseguía la prosperidad deseada, los regímenes democráticos adquirirían estabilidad, evitarían desastres similares a los del pasado y frenarían la expansión del comunismo. El proceso comenzó en Reino Unido, gracias a la acción del nuevo primer ministro tras la guerra, el laborista Clement Attlee. A lo largo de las siguientes décadas, los principales Estados europeos adoptaron políticas en esta dirección, nacionalizando sectores estratégicos y fomentando las prestaciones sociales básicas (sanidad, educación, etc.). Con independencia del partido político que estuviera el gobierno, todos respetaban el consenso keynesiano.
El mundo occidental entró entonces en una Edad de Oro. A lo largo de tres décadas, los países capitalistas vivieron un crecimiento económico sostenido mientras que la estabilidad de las nuevas democracias quedaba garantizada por la expansión de las clases medias. El aumento generalizado de los salarios produjo una redistribución de los ingresos de manera que se redujo la desigualdad social hasta niveles nunca antes conocidos en occidente.
Tasas de crecimiento medias por países en el período 1945-1970
Porcentaje de la riqueza nacional en manos del 1% más rico de la población
Resumiendo, el capitalismo, que a duras penas había conseguido sobrevivir a la Depresión y la Guerra, fue capaz de reinventarse, asumiendo fórmulas que en épocas anteriores hubieran sido consideradas "socialistas" e impropias de una economía liberal. Fue la sombra constante de la amenaza comunista la que impulsó una reforma del propio sistema para asegurar su supervivencia. Paradójicamente, el comunismo, que había nacido con el objetivo de derribar al capitalismo, consiguió indirectamente salvarlo de la debacle.