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martes, 23 de agosto de 2016

RETRATOS DE UN TIEMPO TURBULENTO I: LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL Y EL FINAL DE LA BELLE ÉPOQUE

Hoy vengo a hablaros de una historia de colapso. No existen otros adjetivos que puedan describir de manera más precisa la situación que vivió Europa tras 1914. En ese fatídico año dio comienzo la Gran Guerra y con ella, se puso en marcha el turbulento siglo XX cuyas consecuencias son perfectamente observables a día de hoy. 

Lo cierto es que desde un punto de vista cronológico, el siglo XX comenzó sin especiales alteraciones en la vida de los europeos. El año 1900 no trajo consigo grandes sobresaltos, sino que auguraba un brillante porvenir a las naciones occidentales. Se trataba de una época caracterizada por el optimismo en todos los campos. Los países europeos se hallaban en la cima de lo que ellos consideraban la "civilización" y pretendían exportar ese modelo al resto de sus colonias. A través de sus enormes imperios coloniales, sus relaciones comerciales y su influencia en todo el orbe terráqueo eran indudables. Mientras que Francia extendía sus dominios por todo el África Occidental e Indochina, el Imperio Británico poseía vastos territorios en prácticamente todos los continentes del planeta. Otras potencias, que habían llegado tarde al reparto colonial, pugnaban por alzar su voz. No obstante, es cierto que no todos los países europeos compartían un desarrollo homogéneo. Mientras que Francia vivía una situación de relativo estancamiento en cuanto a su desarrollo, Alemania constituía el país emergente por excelencia, gracias a un rapidísimo crecimiento industrial que ponía en peligro la vieja hegemonía británica. Por otro lado, el predominio del mundo anglosajón sobre las antiguas potencias latinas resultaba indiscutible. Países como España y Portugal ni siquiera compartían la suerte de sus vecinos franceses y veían derrumbarse las migajas de sus imperios. Los Estados Unidos mientras tanto, aún permanecían relativamente aislados y encerrados en sí mismos a pesar de su enorme potencial. 

La invención del cinematógrafo por parte de los hermanos Lumière
en 1895 constituyó uno de los mayores hitos en el progreso técnico en la época 
Pero al margen de estas divergencias, esos años constituyeron una época de prosperidad generalizada.  El crecimiento económico capitalista parecía asegurado a medida que las distintas economías nacionales se iban insertando en un mercado mundial y los avances tecnológicos auguraban el triunfo de la modernidad. El dinamismo demográfico de la creciente población europea daba lugar a la consolidación de enormes urbes como Londres o París. En el campo científico, el positivismo imponía su fe ciega en el progreso constante de la civilización. 

A esta época de seguridades y esperanzas se la conoce como Belle Époque. Mis lectores debéis disculparme pues en cierta forma, este relato, al igual que cualquier otro intento de síntesis en historia, simplifica la realidad de aquellos años. Al mismo tiempo que reconocemos el clima de optimismo de aquella época, no podemos obviar el aumento de las desigualdades sociales entre una creciente masa proletaria y una pujante burguesía industrial, todo ello inscrito en el marco de unos Estados prekeynesianos que carecían de verdaderas políticas sociales. Además, el triunfo de los países occidentales se había apoyado en un imperialismo que había destruido los primitivos tejidos industriales de los territorios colonizados, por lo que el porvenir de Occidente se cimentaba en la explotación de otros pueblos (algo que denunciaría Lenin años más tarde en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo). Por otro lado, aunque el liberalismo parecía consolidar un régimen de libertades individuales, movimientos como el sufragista nos deben recordar que enormes sectores de la población permanecían excluidos de la participación política. Pero a pesar de todo ello, podemos concluir que efectivamente la Belle Époque fue una época optimista para Europa. 

Resulta evidente por tanto, que muy pocos en Europa podían prever las catástrofes que se cernían sobre su cercano futuro. No obstante, las sombras ya estaban ahí, y en realidad la guerra de 1914 no puede explicarse exclusivamente por el tradicional casus belli que todos hemos estudiado en el instituto (el asesinato al heredero al trono de Austria-Hungría) sino que el conflicto se fue cociendo a fuego lento. La humillación experimentada por Francia en la guerra francoprusiana de 1871, las crecientes rivalidades coloniales que motivaron graves incidentes entre las distintas potencias, los conflictos relacionados con las distintas minorías étnicas que formaban parte del Imperio austrohúngaro, el recelo de los británicos ante el espectacular avance alemán, la consolidación de Japón como actor internacional capaz de rivalizar con Rusia en el Extremo Oriente... demasiadas eran las señales que auguraban el comienzo de una época conflictiva y resultaba tan solo una mera cuestión de tiempo para que la guerra internacional se hiciera realidad. De hecho, al mismo tiempo que Europa vivía esta ilusoria seguridad, los Estados se encontraban enfrascados en una carrera armamentística sin precedentes. Es por ello que los historiadores se refieren también a este período histórico como el de la Paz Armada.



El aumento de los gastos militares en las distintas potencias marca la
carrera armamentística

Aún reconociendo estos antecedentes, no por ello la Gran Guerra dejó de ser menos sorprendente. Cuando en el verano de 1914 los hombres se dirigían al frente, las expresiones de júbilo marcaban las despedidas. Marchaban convencidos de la inminente victoria en el campo de batalla, creyendo que la guerra se resolvería rápidamente a su favor. Ni siquiera las familias que despedían a los combatientes percibían con claridad el peligro. Sin embargo, al poco tiempo la confianza se vería rápidamente desplazada por la desolación, mientras que la creencia en la victoria se desvanecería en el horror de las trincheras. 

Cuatro años después de ese prometedor verano de 1914, la guerra había destruido para siempre el sueño europeo. Al analizar las consecuencias de la Gran Guerra, la destrucción material o humana no nos permiten comprender la magnitud del conflicto. Efectivamente, la Primera Guerra Mundial se cobró aproximadamente unos 10 millones de víctimas, superando con creces cualquier conflicto anterior. Sin embargo, al lado de los 60 millones de muertos de la Segunda, esta cifra puede parecer poco significativa. Esto no nos permitiría por tanto comprender los motivos por los cuales la Primera Guerra Mundial fue en algunos aspectos mucho más determinante para la historia universal que su sucesora. 

La Primera Guerra Mundial supuso ante todo el colapso absoluto de la "civilización" occidental. Al fin y al cabo, la máxima desolación de una guerra total y de la utilización de las primeras armas de destrucción masiva, había tenido lugar precisamente en el seno de los países más avanzados. Esto daba lugar a una dolorosa conclusión: la razón ilustrada, el motor del progreso de la civilización occidental, solamente podía engendrar una barbarie sin límites. La ciencia y la técnica, cuyos beneficios habían parecido incuestionables en épocas anteriores, ahora abrían el camino al exterminio planificado de millones de personas. En este contexto, el positivismo ya no podía dar respuesta a un mundo en crisis donde las antiguas certezas perdían toda su validez. Fue así como nacieron  movimientos culturales como el dadaísmo con una vocación abiertamente rupturista, oponiéndose a la vieja civilización ilustrada y sus caducos valores. 

Los dadaístas jugaban a la provocación oponiéndose a las convenciones del arte burgués. Marcel Duchamp, a través de su readymade más famoso (Fuente, 1917) planteaba una revolución en el mundo artístico al demostrar que los objetos más ordinarios podían llegar a constituir obras de arte si se situaban en el contexto adecuado. 

Como resultado de todo lo anterior, la conmoción que produjo esta catástrofe marcó para siempre a las futuras generaciones europeas, que fueron conscientes de su inevitable declive. Europa abandonaba para siempre su sueño de supremacía, el eurocentrismo entró en crisis y las viejas potencias e imperios firmaron su sentencia de muerte. Bien es verdad que los británicos y franceses, vencedores en la guerra, mantuvieron con algunas dificultades sus enormes imperios coloniales, pero su papel en el panorama mundial nunca volvería a ser tan determinante como en el pasado. A partir de este momento, le correspondería a Estados Unidos el rol de nueva potencia hegemónica, aunque su influencia directa en los asuntos europeos se retrasaría aún unas décadas ante la renovada política de aislamiento que adoptaron los presidentes del país. 

El liberalismo decimonónico también se vino abajo en cierto sentido. Es cierto que las mujeres adquirieron el derecho al voto en algunos lugares como consecuencia de su incorporación al mercado laboral durante la guerra (por ejemplo, en 1918 en el Reino Unido se concedía por primera vez el voto a propietarias, esposas de propietarios y universitarias con más de 30 años). Sin embargo, la Europa que nació de la Gran Guerra se caracterizó por el progresivo triunfo del fascismo y el derrumbamiento de precarios regímenes democráticos acompañados de una pésima coyuntura económica que ni el espejismo de los Felices Años Veinte consiguió ahuyentar. Junto a la crisis económica, los regímenes capitalistas se enfrentaron a la aparición de un nuevo actor que cambiaría definitivamente las Relaciones Internacionales: la Unión Soviética. Por primera vez en la historia, las teorías de Marx encontraban una aplicación práctica en un país, planteando un sistema alternativo al liberalismo económico clásico. De esta forma, el enfrentamiento entre los dos modelos económicos irreconciliables, había comenzado. 

1914 no fue por tanto, un año cualquiera. Esa fecha nos recuerda la desaparición de todo un sistema de valores que jamás volvería a recuperarse. En su lugar, una nueva época daba comienzo. Se trataba ahora de un tiempo de inseguridades, de crisis e incertidumbre, de pesimismo y efervescencia cultural. Siguiendo la explicación del célebre historiador Eric Hobsbawm, el siglo XIX "largo" (1789-1914) había finalizado abruptamente para dar paso al nuevo siglo XX "corto" (1914-1989). El paradigma había cambiado para siempre.