El 2016 nos está dejando sin aliento. El Brexit, el imparable ascenso de la ultraderecha europea, la crisis de los refugiados, el terrorismo internacional, la implacable purga del autoritario gobierno turco y como no, las esperpénticas elecciones estadounidenses. El orden internacional de la posguerra mundial se está desmoronando a una velocidad inusitada, en un proceso aparentemente imparable cuyas consecuencias no podemos prever con claridad. La globalización ha entrado en crisis ante la desintegración de las clases medias y el crecimiento de las desigualdades sociales en un mundo capitalista anclado en el neoliberalismo económico que se mantiene incapaz de ofrecer alternativas viables. Estamos regresando a un panorama de inseguridades, una pesadilla que parecía olvidada en occidente. Y de nuevo los acontecimientos se encadenan de forma oscura: a la crisis económica, le sigue la política y el retorno a las viejas identidades del Estado-nación. Los partidos tradicionales no comprenden el alcance del proceso. Los perdedores de este capitalismo global voraz están alzando su voz, y no precisamente en un tono conciliatorio.
Una de las consecuencias de esta degradación ha sido el ascenso de los populismos nacionalistas de derecha en la mayor parte de los países de nuestro entorno. Todos ellos basan su poder de seducción en una apelación al sentimiento por encima de la razón. Es por ello que de poco importó en el referéndum británico que los partidarios del "Remain" tuviesen un arsenal de datos verídicos con el que contradecir la falsa lógica del "Brexit". Al final, los partidarios de abandonar la UE consiguieron crear un discurso emocional mucho más poderoso. Cuando Boris Johnson bautizaba al día del referéndum como "Día de la Independencia Nacional", el mensaje del Brexit se introdujo en las más primarias emociones de muchos británicos. El sentimiento se impuso a la razón. Ante eso, el establishment apenas puede combatir.
Algo similar sucede cuando analizamos la cita electoral más importante que tenemos por delante en este 2016: la elección presidencial de los Estados Unidos. Ante la perplejidad y ansiedad del mundo entero, el magnate Donald Trump tan solo se encuentra a un paso de la presidencia de una de las principales potencias del mundo. Muchos se plantean cómo es posible que hayamos llegado a este punto. En realidad, en el presente análisis nos remitiremos a la historia electoral reciente del país para poder comprender cuáles son los elementos de continuidad y de cambio presentes en este nuevo ciclo electoral y tratar así de imaginar qué posible desenlace tendrá todo esto.
En primer lugar, debemos comenzar aclarando brevemente el funcionamiento del sistema electoral estadounidense en las elecciones presidenciales. En Estados Unidos, el presidente se elige por sufragio indirecto, es decir, los ciudadanos no eligen directamente al candidato sino a unos electores o compromisarios que forman el llamado Colegio Electoral y votarán por el futuro presidente en cuestión. El reparto de electores se realiza por estados, en función de su número de representantes en el Congreso, es decir, en base a su población. Así, el estado más poblado del país, California, se sortea 55 compromisarios, mientras que en el otro extremo, se situarían estados pequeños o semi-vacíos como Wyoming (3 electores), New Hampshire (4), etc. Ahora bien, una vez un candidato a la presidencia vence en un estado, recibe la totalidad de los compromisarios que le corresponden a dicho estado. Es decir, que si el candidato demócrata vence en California, aunque sea por una diferencia mínima de votos, obtiene los 55 compromisarios correspondientes. No se produce por tanto un reparto proporcional de los electores sino que todos ellos van para el ganador. Así, los candidatos van sumando sus compromisarios obtenidos en los distintos estados. Como el número total de compromisarios sorteados en la totalidad de los estados es de 538, para que un candidato se alce con la presidencia de los Estados Unidos debe al menos superar la barrera de los 270 electores en los que se sitúa la mayoría absoluta.
Actual mapa electoral de Estados Unidos con los compromisarios correspondientes a los distintos estados |
Este reparto ha generado importantes críticas, pues muchos no dudan en tildarlo de antidemocrático (al fin y al cabo, se puede dar la paradoja de que un candidato venza en votos pero pierda la presidencia por no obtener el número necesario de compromisarios para ser elegido. Esto mismo ha sucedido en algunas ocasiones, la más reciente en el año 2000 cuando Bush fue elegido presidente de los Estados Unidos perdiendo en número total de votos). Sin embargo, el sistema ha continuado en funcionamiento sin ninguna alteración, exceptuando las variaciones en representación de cada estado en función de su evolución demográfica (Texas por ejemplo, pasó de tener 34 compromisarios en las elecciones del 2008 a 38 en las de 2012 debido al alto crecimiento de su población en relación al resto del país).
Este peculiar sistema electoral, ha permitido victorias aplastantes a algunos candidatos a lo largo de la historia. En los comicios de 1936, por ejemplo, el candidato demócrata Roosevelt se alzó con el 60% del voto a nivel nacional y consiguió 523 compromisarios (prácticamente la totalidad de los electores en juego) ya que logró imponerse en 46 estados frente a su contrincante Alf Landon que, aún consiguiendo el 36% del apoyo popular, obtuvo tan solo la exigua cifra de 8 electores. En el extremo opuesto, Richard Nixon o Ronald Reagan obtuvieron para el Partido Republicano victorias espectaculares en las que prácticamente se hicieron con el control de todos los compromisarios en juego. De hecho, tales abrumadoras mayorías republicanas fueron la regla general de las elecciones presidenciales de los años 70 y 80 del siglo XX.
El cambio tan radical de escenarios entre unas y otras elecciones era posible gracias a la oscilación que experimentaban los partidos en los distintos estados. Sin embargo, a partir de la victoria de Bill Clinton en 1992 (y de forma más acusada a partir del 2000) se produce un cambio fundamental en la dinámica electoral estadounidense que va a perdurar hasta nuestros días. Desde ese momento, se van a consolidar los Red States republicanos y los Blue States demócratas, es decir, estados que siempre votan por el mismo partido elección tras elección. Como podemos apreciar en el siguiente mapa, esta raigambre territorial no era tan destacada con anterioridad.
Este peculiar sistema electoral, ha permitido victorias aplastantes a algunos candidatos a lo largo de la historia. En los comicios de 1936, por ejemplo, el candidato demócrata Roosevelt se alzó con el 60% del voto a nivel nacional y consiguió 523 compromisarios (prácticamente la totalidad de los electores en juego) ya que logró imponerse en 46 estados frente a su contrincante Alf Landon que, aún consiguiendo el 36% del apoyo popular, obtuvo tan solo la exigua cifra de 8 electores. En el extremo opuesto, Richard Nixon o Ronald Reagan obtuvieron para el Partido Republicano victorias espectaculares en las que prácticamente se hicieron con el control de todos los compromisarios en juego. De hecho, tales abrumadoras mayorías republicanas fueron la regla general de las elecciones presidenciales de los años 70 y 80 del siglo XX.
El cambio tan radical de escenarios entre unas y otras elecciones era posible gracias a la oscilación que experimentaban los partidos en los distintos estados. Sin embargo, a partir de la victoria de Bill Clinton en 1992 (y de forma más acusada a partir del 2000) se produce un cambio fundamental en la dinámica electoral estadounidense que va a perdurar hasta nuestros días. Desde ese momento, se van a consolidar los Red States republicanos y los Blue States demócratas, es decir, estados que siempre votan por el mismo partido elección tras elección. Como podemos apreciar en el siguiente mapa, esta raigambre territorial no era tan destacada con anterioridad.
El mapa muestra los resultados electorales desde 1952. Los estados señalados en rojo representan una victoria republicana, frente a los azules que corresponden a los demócratas. |
Sin embargo teniendo en cuenta solo los bastiones de los dos partidos, ninguno de ellos llegaría a alcanzar la mayoría absoluta necesaria. Por lo tanto, para alzarse con la victoria, deben cortejar también a los pocos estados restantes: los llamados Swing States. Son los únicos que van alternando su voto elección tras elección y pueden decantar la carrera presidencial. Entre ellos encontramos a estados como Ohio, Virginia, Nevada, Colorado, Florida, etc. De todos los Swing States, el más decisivo suelo ser este último ya que por su población se sortea la jugosa cifra de 29 compromisarios. Por este motivo, Florida ha sido el estado determinante en numerosas elecciones. En el 2000, por ejemplo, George Bush venció a su oponente Al Gore gracias a su victoria en Florida por un puñado de votos (aunque muchos pondrían en tela de juicio el resultado apuntando a un posible pucherazo).
En la carrera presidencial de este año, esta tendencia histórica se mantiene por lo que Hillary Clinton parte con una ligera ventaja numérica en compromisarios, con respecto a su adversario, aunque de nuevo, el resultado final lo decidirán los Swing States.
No obstante, otros factores históricos tienden por el contrario, a favorecer a Donald Trump. Por lo general, el partido que ha gobernado durante dos legislaturas seguidas, suele ser castigado en las urnas en los siguientes comicios. La última vez que un partido consiguió una tercera victoria consecutiva fue en las elecciones de 1988. Por otro lado, aunque en la historia de los Estados Unidos ha habido presidentes que se han presentado a la reelección en más de una ocasión (Roosevelt por ejemplo ganó cuatro elecciones seguidas), en la vigesimosegunda enmienda de la Constitución ratificada en 1951, se estableció que ningún candidato podría presidir el país durante más de dos legislaturas. Por este motivo, aunque probablemente obtendría la reelección en caso de presentarse, Obama se retira de la presidencia para siempre.
Al mismo tiempo, aunque la historia electoral nos sirva para comprender posibles tendencias en este ciclo electoral, lo cierto es que estas elecciones son, hasta cierto punto, imprevisibles. Esto se debe principalmente a la naturaleza de ambos candidatos.
Desde el punto de vista del Partido Demócrata, la excepcionalidad de las elecciones del 2016 se manifestó desde la misma campaña de las primarias. En esta contienda, la actual candidata a la presidencia Hillary Clinton, tuvo que medirse con un adversario atípico: el senador de Vermont Bernie Sanders. Sanders ha representado una auténtica revolución en el panorama político de los demócratas, puesto que por primera vez, un candidato que se definía a sí mismo abiertamente socialista, ha conseguido un apoyo masivo a lo largo del país, especialmente entre los votantes más jóvenes. El entusiasmo que despertó la candidatura de Sanders demuestra que se ha producido un cambio fundamental en la manera de entender la política en un país tradicionalmente ultraneoliberal. En el futuro podremos comprobar cuál es el alcance de dicho cambio. Frente a la movilización de Sanders, Hillary Clinton quiso presentarse a sí misma como el cambio progresivo (es decir, moderado), continuador del legado de Obama. En este sentido, la experimentada política representaba la alternativa preferible para el establishment y por otro lado, su candidatura traía una importantísima novedad histórica al panorama electoral norteamericano al convertirse en la primera mujer en aspirar a la presidencia del país. Hillary despierta sin embargo, pocas simpatías en el electorado de los Estados Unidos. Su imagen se ha visto salpicada por una serie de escándalos (incluido el oscuro proceso de selección que la encumbró como candidata a la presidencia), de forma que pocos confían en su palabra y tiene uno de los índices de popularidad más bajos de la historia. Por suerte para la antigua Secretaria de Estado, su oponente es aún más impopular que ella.
Probablemente sobren las presentaciones para un personaje tan polémico como Donald Trump. El magnate neoyorquino ha centrado la controversia en esta campaña electoral al presentarse como uno de los candidatos a la presidencia más peligrosos de la historia de los Estados Unidos. De estilo agresivo, xenófobo, racista, machista y homófobo, su campaña está incidiendo en la progresiva polarización del país. A través de su intolerante discurso, Trump traza una imagen apocalíptica del declive estadounidense para presentarse a sí mismo como el salvador de la nación a través de un gobierno basado en la ley y el orden. En resumen, Trump exhibe sin ningún pudor una concepción autoritaria que ha hecho estremecer hasta a algunos miembros de su propio partido. De hecho, podemos considerar que Donald es un republicano bastante atípico. Trump, por ejemplo, apunta a una política aislacionista y proteccionista que rompe con las tendencias generales de sus predecesores.
La lista de los peligros de una hipotética presidencia del multimillonario no se acaban aquí. Trump es un negacionista convencido del cambio climático, presume de querer imponer un inmenso recorte de impuestos a las grandes fortunas de su país (impuestos que él mismo alardea de haber evadido durante años) y por supuesto, la mayor parte de sus propuestas violan todos los derechos humanos imaginables (recordemos por ejemplo, su plan de prohibir la entrada a Estados Unidos a los musulmanes o el de obligar al gobierno mexicano a pagar por la construcción de un gigantesco muro en la frontera). No cabe duda de que una presidencia de Donald Trump nos situaría ante un mundo todavía más peligroso que el que hoy conocemos.
Ante este panorama, muchos nos preguntamos por el sorprendente ascenso de esta figura política. Sin duda, el discurso de Donald Trump es absolutamente irracional y se apoya en la mentira sistemática. Sin embargo, no debemos olvidar que el poder de este tipo de discursos no se basa en su racionalidad. Tal y como sucedió durante la campaña del Brexit, los discursos emocionales dirigidos contra el establishment son capaces de imponerse a los argumentos racionales. La respuesta de amplios sectores de la población en épocas de incertidumbre suele ser la de refugiarse en promesas conservadoras y autoritarias que prometen el retorno a la estabilidad a cambio de sacrificar derechos fundamentales. El miedo permite la manipulación de la opinión pública, esto resulta evidente.
La confluencia de todos estos factores, impiden predecir con claridad el resultado final de las elecciones. Aunque es cierto que se mantienen algunas tendencias consolidadas, los cambios pueden ser inesperados e incluso, es posible que algún bastión cambie de color por primera vez en décadas (hay quienes sugieren que la campaña demócrata se está centrando en tradicionales Red States como Arizona o Georgia). Por lo tanto, tendremos que mantenernos al borde del precipicio, al menos hasta el 8 de noviembre.
Son sin duda, unas elecciones tristes. La impopularidad de Hillary lleva a amplios estratos de la sociedad a apoyar a Trump y viceversa. Por suerte para nosotros, la creciente complejidad demográfica de los Estados Unidos no beneficia al republicano. En estos momentos, Trump es apoyado mayoritariamente por los varones blancos estadounidenses, pero por el contrario, las encuestas demuestran que es incapaz de cortejar a una mayoría de mujeres, así como a las distintas minorías raciales. Su discurso de odio, le impide el acceso a amplios sectores de votantes y por este motivo, Clinton tiene una posibilidad de vencer. Todo dependerá de la participación de los votantes, de comprobar hasta qué punto la demócrata ha sido capaz de movilizar a los partidarios de la revolución de Sanders. Es un hecho que su desconexión con los votantes jóvenes es manifiesta, pero por suerte para ella, muchos la siguen considerando un "mal menor". Por lamentable que parezca, es la única esperanza que nos queda. Así que, solo podemos decir: Good luck Hillary Clinton.