Probablemente, todos en la escuela hemos recibido un mensaje básico, anclado en los estereotipos de la historiografía tradicional: a partir de Felipe III, el enorme imperio que tenía la Monarquía Hispánica comenzó un penoso derrumbe. Los reyes del siglo XVII, los llamados Austrias Menores, eran personajes que preferían desentenderse de las labores de gobierno y encomendárselas a unos ambiciosos validos cuya codicia no conocía límites. Monarcas ineptos, que veían su reino derrumbarse en medio de una eterna crisis en la que el único aspecto positivo que sobresalía era la calidad de las artes del llamado Siglo de Oro español. Sin embargo, lo cierto es que al observar con cierta perspectiva esta época, los historiadores han ido reevaluando la situación del reinado de los Austrias Menores, hasta demostrar que probablemente no fueron ni tan estúpidos, ni tan inútiles como se pensaba. De la misma forma, el tópico de la restauración del siglo XVIII de la mano de los Borbones comienza a derrumbarse a medida que aparecen más estudios en los que se señala que ya a finales del siglo XVII (en el reinado del infame Carlos II el hechizado) se observa una recuperación en determinadas zonas de la Península Ibérica que la dinastía posterior continuará. Por supuesto, como la historia es usada constantemente con fines políticos, resulta mucho más conveniente para los Borbones perpetuar el mensaje de que fueron ellos los artífices de la regeneración del reino, aunque lo cierto es que la tendencia parece haberse iniciado antes de que éstos llegaran trono. Así pues, me he propuesto escribir sobre una de las figuras olvidadas de nuestra historiografía, uno de esos reyes a los que tan comúnmente se ha acusado de ser causantes del declive español.
A nadie le debe resultar desconocido que el imperio que gobernaba Felipe II a finales del siglo XVI recorría todo el orbe terráqueo (de ahí el famoso lema de que "no se ponía el Sol"). En 1580, la anexión de Portugal y su imperio colonial agregó a los dominios americanos de la Monarquía Hispánica las rutas comerciales que los portugueses habían dominado desde África hasta Asia. Sin embargo, durante su aparentemente dorado reinado, las primeras dificultades del coste del imperio comenzaron manifestarse. El mantenimiento de la hegemonía se sustentaba en constantes guerras contra las principales potencias europeas de la época, ante lo cual, el reino arrastraba una grave crisis hacendística. Al elevado coste de esta política imperial, cabe señalar además que, para cubrir el pacto colonial que debía mantener España con sus colonias (enviarles manufacturas a cambio de recibir de ellas materias primas), se recurría constantemente a productos elaborados fuera de los territorios de la Monarquía hispánica, situación que favorecía el endeudamiento permanente.
Felipe III, en realidad, no parecía destinado a ser el heredero de la corona de su padre. Lo cierto es que Felipe II tuvo serias dificultades por conseguir un sucesor varón. Su primogénito, el infante Carlos falleció a los 23 años en 1568 tras una vida tormentosa caracterizada por la inestabilidad psicológica y los enfrentamientos con su padre. Al poco tiempo, se producía la muerte de su tercera esposa Isabel de Valois por lo que el rey viudo quedaba en una situación compleja de cara a la sucesión dinástica. Finalmente, el rey contraería matrimonio en 1570 con su cuarta esposa, Ana de Austria, con la que tendría cuatro hijos varones y una hija. El futuro Felipe III fue en realidad el menor de los herederos, de manera que en un principio todas las esperanzas se habían depositado en sus hermanos mayores, especialmente en don Diego. No obstante, el devenir de los acontecimientos se alejó de los planes previstos y sus tres hermanos varones acabaron falleciendo a edades muy tempranas. Felipe, cuarto hijo del cuarto matrimonio del rey, considerado débil y enfermizo desde su misma infancia, se convirtió inesperadamente en un superviviente y esto le aseguró el acceso al trono. Contra todo pronóstico, el príncipe supera todas las crisis y se convierte en la última esperanza de su padre.
Ante esta situación, Felipe II intenta controlar de cerca la educación del príncipe, poniéndole bajo la tutela de su hija Isabel Clara Eugenia y la emperatriz María. Obsesionado con dar al heredero una educación perfecta y alejarlo de influencias perniciosas, lo rodeó además de personas de confianza entre las que se encontraban numerosos clérigos y personalidades que el joven príncipe consideraba tediosas. Contrariamente a la creencia popular, el sucesor no era una persona infradotada desde un punto de vista intelectual, aunque sí que destacaba su falta de constancia. No obstante, cuando se le explicaban bien las cosas y se le enseñaba aquello que le interesaba demostraba una gran capacidad de aprendizaje. De esta forma, el príncipe destacó en el aprendizaje de múltiples lenguas (latín, francés, italiano...), terreno que a su padre siempre se le había resistido. También disfrutaba del baile y demostraba adaptarse con facilidad al juego y la vida de la corte.
Sin embargo, Felipe II cometió probablemente un error que tendría ocasión de lamentar con respecto a la formación de su hijo. A diferencia de su padre, el emperador Carlos V, que se había esforzado en ir introduciéndole en las tareas de gobierno desde una edad muy temprana, Felipe II desconfió durante mucho tiempo de las capacidades de su hijo para afrontar estos asuntos, por lo que le mantuvo al margen de las responsabilidades políticas hasta prácticamente el final de su vida. Cuando Felipe II trató en sus últimos años de poner al día de estas labores a su hijo, quizás ya era demasiado tarde. Le intentó introducir súbitamente en las reuniones del Consejo de Estado, y el heredero se encontró abrumado ante la nueva carga. Los consejeros del rey se quejaban continuamente de que el príncipe se dormía en las propias sesiones del consejo. Esta situación va a generar un notable malestar en el entorno cortesano. La situación que va a heredar el príncipe es sumamente delicada, con un reino de extensiones difícilmente abarcables, amenazado por numerosos frentes e inmerso en una grave crisis hacendística derivada del enorme coste de mantener una política imperial belicista. En este contexto tan delicado, con un heredero que parece totalmente abrumado por tales responsabilidades, la figura del duque de Lerma aparece como una tabla de salvación para la monarquía. Lerma había sido menino y amigo cercano del príncipe desde su infancia, lo cual le permitió iniciar un proceso de ascensión en la corte a través de la acumulación de distintos cargos en su persona. Aunque Felipe II siempre receló del amigo de su hijo, lo cierto es que Lerma cumplió un papel clave en los momentos críticos de la sucesión dinástica. Al fin y al cabo, consiguió imbuir al futuro rey de sentido de Estado y salvar así la delicada situación que atravesaba la monarquía.
Retrato del duque de Lerma |
Cabe destacar que, en realidad, la aparición de la figura del valido no es un hecho exclusivo de los Austrias Menores derivado de su desinterés por las tareas de gobierno. Lo cierto es que todos los Estados modernos del período comienzan a mostrar recursos similares. La aparición de los validos está relacionada con las maquinarias de gobierno que se van haciendo sumamente complejas hasta dificultar el mero control personalista del monarca. Por ello, no debemos interpretar al valido como una figura eminentemente negativa, movida por la ambición y la codicia personal, sino más bien como un recurso lógico ante la creciente complejidad del aparato burocrático de las monarquías de la Edad Moderna. Además, tampoco conviene subestimar la capacidad política de estos personajes, tal y como hemos comentado para el ejemplo de Lerma. Dicho esto, bien es cierto que resulta innegable la constante influencia que ejerció el valido en la corte y el gobierno, aunque la última decisión siempre le correspondería al monarca.
Tras la muerte de su padre, Felipe III comienza a reinar en el momento del cambio de siglo y se casa con Margarita de Austria, mujer con la que tendrá una abundante descendencia (lo que le ahorrará los quebraderos de cabeza de su padre). Nada más acceder al trono, el rey es consciente de la necesidad de cerrar frentes de guerra para frenar la sangría hacendística y evitar así volver a recurrir a una suspensión de pagos como la de su padre en 1596. En estos momentos, exceptuando la paz con Francia que se había obtenido mediante el tratado de Vervins en 1598 (y que Felipe III conseguiría consolidar mediante lazos familiares), el nuevo monarca debía solucionar conflictos con Inglaterra y los Países Bajos. En el primer caso, la oportunidad se le presentaría a la Monarquía Hispánica cuando se produjera la muerte de Isabel de Inglaterra sin descendencia en 1603, dando lugar al ascenso de una nueva dinastía (los Estuardo) al trono inglés. Muerta la gran enemiga de su padre, el nuevo soberano de Inglaterra Jacobo I, facilitará la firma de la Paz de Londres en 1604. En relación con los Países Bajos, la guerra que había iniciado Felipe II contra las Provincias Unidas (territorios protestantes del norte que se habían separado de los dominios de la Monarquía Hispánica), se encontraba en un punto muerto. Tras décadas de estancamiento, el complejo abastecimiento del ejército de Flandes provocaba una auténtica sangría en la hacienda española. Ante esta coyuntura, se impuso la necesidad de alcanzar un cese de las hostilidades que llegó a partir de la Tregua de los Doce Años firmada en 1609. Este acuerdo se planteaba en aquellos momentos como un parón esencial para ambos contendientes. A largo plazo, lo cierto es que para Holanda este paréntesis supondría una oportunidad dorada para restituir su comercio y recuperarse económicamente de la guerra, mientras que la Monarquía Hispánica no fue capaz de reponerse en la misma medida. No obstante, a la altura de 1609, la necesidad de detener la sangría fiscal (especialmente tras la suspensión de pagos a la que se había visto obligado a recurrir el rey dos años antes) era la máxima prioridad de la monarquía, por lo que la decisión del soberano y su valido fue, sin duda alguna, coherente.
Las paces obtenidas en esta época no deben ser interpretadas ni como señales de la debilidad de la monarquía ni como un deseo de paz permanente del rey. En realidad, estas políticas solían responder a un enfoque pragmático de la situación, una necesidad de cerrar momentáneamente los frentes del imperio para poder recuperarse económica y militarmente. Normalmente, los reyes que protagonizan períodos de relativa paz en la Edad Moderna (Felipe III, Fernando VI) podríamos decir que siguen una política de relativa neutralidad pero nunca una política pacifista tal y como entenderíamos nosotros. En cualquier caso, se trataba de relegar la fuerza de las armas y poner por encima los instrumentos diplomáticos de los que se disponía para poder mantener los dominios en las mejores condiciones posibles.
Si la política exterior de Felipe III se caracteriza por la voluntad de ir cerrando los numerosos frentes que mantiene la Monarquía Hispánica, de cara al interior, su gran preocupación será sanear la Hacienda Real. Administrativamente, frente el tradicional sistema de consejos, el gobierno de Felipe III comienza a apoyarse cada vez más en las juntas, órganos pequeños de consulta ideados para solucionar de manera más agil y flexible los problemas específicos de la monarquía. En este entramado, se constituye la llamada Junta de Desempeño, cuerpo formado por numerosos agentes vinculados a Lerma con la intención de resolver esta crisis hacendística. Entre las propuestas que se barajan para este objetivo, se plantean subir los impuestos, emitir nueva deuda pública y reconocer la antigua vinculada a los reinados anteriores. A pesar de las buenas intenciones, una investigación (orquestrada, según algunos historiadores, por los enemigos del valido al que deseaban destronar) comenzó a poner de manifiesto una trama de corrupción que impregnaba a todos estos personajes. Poco a poco, se fue iniciando un proceso en el que fueron cayendo los distintos componentes de la junta, comenzando por los menos influyentes hasta llegar a ajusticiarse a la mano derecha de Lerma (Rodrigo Calderón de Aranda). Ante la creciente presión que se cernía sobre su figura, el valido del rey solicitó el capelo cardenalicio, consiguiendo así salvar su vida al encontrarse el fuero eclesiástico al margen de la justicia ordinaria. Sin embargo, su caída política ya se había consumado, por lo que sería su hijo, el Duque de Uceda, el encargado de sucederle.
El fin de la hegemonía de Lerma precipitó también un cambio en la orientación política del reinado. Frente a su apuesta por el pacifismo, triunfó la facción cortesana opuesta encabezada por Baltasar Zúñiga y fray Luis de Aliaga (confesor real), planteándose un retorno al uso de la fuerza en Europa. A pesar de ello, Uceda como valido no consiguió jamás tener la influencia de su padre y Felipe III asumió en sus últimos años un control más directo de los asuntos de Estado. En cualquier caso, el final de la Pax Hispánica era una realidad, tal y como quedó demostrado cuando el rey decidió intervenir activamente en la Guerra de los Treinta Años, apoyando al emperador Fernando II de Habsburgo en contra de la rebelión de los alemanes protestantes.
Felipe III falleció en 1621 a los 43 años de edad. Cuatro siglos después, el imaginario popular le recuerda injustamente como el primer artífice de la decadencia española. ¿Hasta qué punto resulta lícito seguir manteniendo estos viejos tópicos de la historiografía tradicional? No cabe duda que el rey se vería obligado a enfrentarse a una herencia seriamente hipotecada por lo que su margen de actuación no era demasiado amplio. Pero probablemente, la decisión de inclinarse por una política más pacifista, supuso un acierto dado que pudo aliviar momentáneamente la presión sobre las finanzas reales. Por otro lado, no debemos olvidar que, a pesar de todas sus dificultades, la monarquía de Felipe III seguía siendo la potencia hegemónica en Europa. Probablemente, sea hora de dejar de considerar que los Austrias Mayores fueron unos espléndidos monarcas frente a la mediocridad de sus sucesores. Al final, un análisis en profundidad nos permite sustituir los blancos y negros por una compleja gama de grises.
Las paces obtenidas en esta época no deben ser interpretadas ni como señales de la debilidad de la monarquía ni como un deseo de paz permanente del rey. En realidad, estas políticas solían responder a un enfoque pragmático de la situación, una necesidad de cerrar momentáneamente los frentes del imperio para poder recuperarse económica y militarmente. Normalmente, los reyes que protagonizan períodos de relativa paz en la Edad Moderna (Felipe III, Fernando VI) podríamos decir que siguen una política de relativa neutralidad pero nunca una política pacifista tal y como entenderíamos nosotros. En cualquier caso, se trataba de relegar la fuerza de las armas y poner por encima los instrumentos diplomáticos de los que se disponía para poder mantener los dominios en las mejores condiciones posibles.
Si la política exterior de Felipe III se caracteriza por la voluntad de ir cerrando los numerosos frentes que mantiene la Monarquía Hispánica, de cara al interior, su gran preocupación será sanear la Hacienda Real. Administrativamente, frente el tradicional sistema de consejos, el gobierno de Felipe III comienza a apoyarse cada vez más en las juntas, órganos pequeños de consulta ideados para solucionar de manera más agil y flexible los problemas específicos de la monarquía. En este entramado, se constituye la llamada Junta de Desempeño, cuerpo formado por numerosos agentes vinculados a Lerma con la intención de resolver esta crisis hacendística. Entre las propuestas que se barajan para este objetivo, se plantean subir los impuestos, emitir nueva deuda pública y reconocer la antigua vinculada a los reinados anteriores. A pesar de las buenas intenciones, una investigación (orquestrada, según algunos historiadores, por los enemigos del valido al que deseaban destronar) comenzó a poner de manifiesto una trama de corrupción que impregnaba a todos estos personajes. Poco a poco, se fue iniciando un proceso en el que fueron cayendo los distintos componentes de la junta, comenzando por los menos influyentes hasta llegar a ajusticiarse a la mano derecha de Lerma (Rodrigo Calderón de Aranda). Ante la creciente presión que se cernía sobre su figura, el valido del rey solicitó el capelo cardenalicio, consiguiendo así salvar su vida al encontrarse el fuero eclesiástico al margen de la justicia ordinaria. Sin embargo, su caída política ya se había consumado, por lo que sería su hijo, el Duque de Uceda, el encargado de sucederle.
Ejecución de Rodrigo Calderón de Aranda (valido de Lerma) en la Plaza Mayor en 1621. Obra de Juan Evaristo Casariego (1966) |
Felipe III falleció en 1621 a los 43 años de edad. Cuatro siglos después, el imaginario popular le recuerda injustamente como el primer artífice de la decadencia española. ¿Hasta qué punto resulta lícito seguir manteniendo estos viejos tópicos de la historiografía tradicional? No cabe duda que el rey se vería obligado a enfrentarse a una herencia seriamente hipotecada por lo que su margen de actuación no era demasiado amplio. Pero probablemente, la decisión de inclinarse por una política más pacifista, supuso un acierto dado que pudo aliviar momentáneamente la presión sobre las finanzas reales. Por otro lado, no debemos olvidar que, a pesar de todas sus dificultades, la monarquía de Felipe III seguía siendo la potencia hegemónica en Europa. Probablemente, sea hora de dejar de considerar que los Austrias Mayores fueron unos espléndidos monarcas frente a la mediocridad de sus sucesores. Al final, un análisis en profundidad nos permite sustituir los blancos y negros por una compleja gama de grises.