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jueves, 28 de julio de 2016

DOÑA URRACA, LA PRIMERA REINA PROPIETARIA DE NUESTRA HISTORIA


De mujeres va la cosa. Si en la anterior entrada nos centrábamos en la enigmática reina egipcia Cleopatra, ahora nos trasladamos hasta la Edad Media de los reinos cristianos peninsulares para analizar una figura más desconocida, pero no por ello, menos interesante. Se trata de Doña Urraca, una mujer firme y decidida que reinó en una época de hombres convirtiéndose en la primera reina "propietaria" de nuestra historia. 

Para conocer a nuestro personaje nos debemos situar en el reino de León a mediados del siglo XI. La Alta Edad Media en la Península Ibérica se había caracterizado desde comienzos del siglo VIII por una clara hegemonía de los musulmanes. A pesar de que los pequeños reinos cristianos del norte habían protagonizado durante los siglos IX y X una considerable expansión territorial, los musulmanes seguían teniendo una estructura militar y política superior. De hecho, tras la proclamación del Califato de Córdoba en el 929 por Abderramán III, Al-Ándalus vivió un período de auténtico esplendor. A pesar de ello, un siglo después el califato entraba en un rápido proceso de disolución que llevaría a la constitución de los reinos de taifas. De esta forma, la antigua unidad política se vio sustituida por un mosaico de reinos independientes y enfrentados entre sí.


Fue entonces cuando los reyes cristianos aprovecharon esta división para expandir sus reinos hacia el sur. Especialmente significativa resultó la figura de Alfonso VI, rey de León y de Castilla durante la segunda mitad del siglo XI que consiguió una victoria trascendental al conquistar la ciudad de Toledo en el 1085. La toma de Toledo suponía en primer lugar, una victoria estratégica ya que consolidaba el avance cristiano en el Tajo, llegando a amenazar los principales enclaves musulmanes en el valle del Guadalquivir. Por otro lado, la ciudad tenía un extraordinario valor simbólico y moral al haber sido la antigua capital del reino visigodo que los reyes cristianos aspiraban a reconstituir.

En Al-Ándalus, la noticia también tuvo relevantes consecuencias. Alarmados ante el gran avance de las tropas del Reino de León, los reyes taifas de Badajoz y Sevilla decidieron pedir ayuda a los almorávides, un imperio musulmán que se estaba formando en el norte de África. Finalmente, la llegada de los almorávides a la península no se traduciría en una mera ayuda militar, sino que desembocaría en una conquista de la Hispania musulmana quedando ésta completamente incorporada a su imperio. La llegada de esta nueva fuerza a la Península Ibérica amenazaría seriamente al rey Alfonso VI. Tan solo un año después de la toma de Toledo, los cristianos sufrieron una grave derrota en la Batalla de Sagrajas que les obligó a replegarse para defender Toledo. El rey leonés sufriría a partir de entonces serios reveses militares.

Doña Urraca era nada más y nada menos que la primogénita de Alfonso VI. Nacida en el 1081, no llegaba ni siquiera a los cuatro años cuando su padre realizó la gran gesta toledana. Aunque ella era en un principio la heredera del rey, todos aguardaban el nacimiento de un varón que solucionase la cuestión de la sucesión real. Finalmente, en el año 1093 nacía el infante Sancho, quedando así Urraca excluida de la línea sucesoria.

Con aproximadamente doce años, la infanta fue dada en matrimonio a Raimundo de Borgoña y su padre les cedió Galicia como tenencia, adonde se desplazaron en 1094. Allí, Urraca tuvo la oportunidad de adquirir experiencia en las tareas de gobierno aunque únicamente como condesa consorte. En estos años, la infanta además dio a luz a dos hijos: Sancha y Alfonso. Sin embargo, su matrimonio fue breve ya que su esposo falleció en 1107 víctima de la disentería. Los desastres se siguieron sucediendo para la familia real, ya que un año más tarde, perecía el heredero al trono en la batalla de Uclés contra los almorávides. De esta manera, muerto el único hijo varón del anciano Alfonso VI, todas las miradas se volvieron sobre Urraca, convertida ahora en la legítima heredera al trono.

Alfonso VI fue consciente de que la situación era sumamente delicada. Con los almorávides presionando desde el sur y una situación de inestabilidad interna derivada de la lucha por el poder entre los distintos linajes de la nobleza leonesa-castellana, Urraca heredaría un reino cuya integridad territorial se encontraba amenazada por numerosos frentes. En este contexto tan complicado, se decidió casar a la heredera con el poderoso rey navarro-aragonés Alfonso I (también conocido como Alfonso el Batallador). De esta forma, Urraca tendría a su lado a un monarca prestigioso en el campo de batalla que podría dirigir las campañas contra los almorávides y al mismo tiempo, se lograba alejar a la nobleza de la corona. Por otro lado, resultaba conveniente cultivar las relaciones con el rey vecino dado que su hostilidad podría suponer un peligro potencial para la estabilidad del reino.

En 1109 fallece Alfonso VI, heredando el reino su hija Urraca. Por primera vez en la historia del reino de León-Castilla, una mujer accedía al trono como reina efectiva y no meramente como la consorte de un varón. Al poco tiempo de morir su padre, Urraca I contrae matrimonio tal y como se había concertado con Alfonso I. Esta maniobra política vino además acompañada del llamado Pacto de Unión, un acuerdo que estableció la cosoberanía de ambos cónyuges en sus respectivos reinos. Por otro lado, se declaraba además que en caso de que tuvieran un hijo, éste heredaría los reinos de León-Castilla, Aragón y Navarra. Esta disposición creaba un conflicto importante al excluir del trono al  hijo que había tenido Urraca con su anterior marido. En cualquier caso, algunos historiadores han querido ver en este gesto un precedente de la futura Unión de Reinos que practicarían los Reyes Católicos, aunque la mayor parte de la historiografía actual descarta que el matrimonio se celebrase expresamente con ese fin. No obstante, de haberse cumplido esa cláusula, la unidad política se hubiera visto facilitada sin duda alguna.

Tal y como fue planteada, esta boda resultó conflictiva desde el primer momento. En primer lugar, el papa Pascual II amenazó con la disolución del enlace por la consanguinidad de ambos cónyuges (eran biznietos de Sancho III de Navarra). En realidad, la oposición de la Iglesia se debía más a un motivo político que religioso, ya que tanto el clero cluniacense francés como el alto clero leonés-castellano, se habían visto favorecidos durante el primer matrimonio de Urraca y defendían en consecuencia los derechos sucesorios del hijo nacido de dicha unión. Los derechos del pequeño Alfonso Raimúndez también eran defendidos por otra facción de nobles con centro en Galicia. A esto se sumaba la enemistad de algunos nobles leoneses y castellanos que veían con recelo la intrusión de los aragoneses en el reino (a los que Alfonso I otorgaba generosas concesiones).

El primero de los movimientos rebeldes en contra de la nueva unión fue iniciado por el conde de Traba en Galicia cuando éste reclamó los derechos dinásticos de Alfonso Raimúndez. Para pacificar la situación, el propio Alfonso el Batallador tuvo que acudir con sus tropas para derrotar a los rebeldes.

Teresa de Portugal
A todas estas dificultades internas pronto se le uniría la rivalidad que surgiría entre Urraca y su hermana Teresa, condesa de Portugal. Tanto ella como su marido Enrique de Borgoña trataban de adquirir mayor autonomía aspirando a desgajar el condado del reino de León y crear así un reino independiente en los territorios lusos. Aunque la relación entre Urraca y su hermana experimentaría altibajos constantes a lo largo de los años, la reina nunca podría encontrar en Teresa a una fiel aliada.

Por si fuera poco, las desavenencias entre Urraca y su marido comenzaron de inmediato. Movidos por una antipatía mutua, los cónyuges se enfrascaron en un amargo enfrentamiento. Urraca soportó de su esposo terribles humillaciones y agresiones mientras trataba de mantener la autoridad en su reino. De esta forma, las disputas entre ambos fueron escalando hasta desembocar en una auténtica guerra civil. Las crónicas narran que en una ocasión Urraca liberó en Huesca a unos nobles árabes  que su marido retenía como rehenes sin su consentimiento. Alfonso I, al enterarse de la maniobra de la reina, la encerró en la torre del castillo de el Castelar donde la sometió a tratos vejatorios durante días. Gracias a la ayuda de sus leales, Urraca consiguió escapar de su prisión y se trasladó a Burgos, aunque se vio obligada a dejar a su hija Sancha atrás como rehén. Acto seguido, Alfonso el Batallador penetró con sus tropas en el reino de León-Castilla y, tras sellar una alianza con Enrique de Borgoña, consiguió derrotar a las tropas fieles a su esposa en la batalla de Candespina. La reina trató de compensar este revés acercándose a los condes portugueses pero pronto se hizo evidente que, lejos de prestar una ayuda desinteresada, éstos deseaban expandirse hacia los territorios situados en la zona occidental del reino de León. En una situación desesperada, Urraca buscó una reconciliación momentánea con Alfonso I.

Amenazada por la constante presión almorávide, el programa de dominio de su marido y los intentos de reparto territorial de su hermana, Urraca trataba de defender a toda costa la integridad de sus territorios. Para ello, no dudaba en apoyarse en un baile frenético de alianzas con las que trató de conjurar los distintos peligros que acechaban a su reino. Mientras tanto, en Galicia prosperaba el núcleo de nobles y clérigos agrupados en torno a la figura de su hijo Alfonso Raimúndez, al que aspiraban a proclamar rey obviando los dictámenes del Pacto de Unión. Finalmente, el desafortunado matrimonio fue definitivamente disuelto en 1114. Fracasado el pacto dinástico, Alfonso el Batallador se concentró en poner en marcha un proyecto militar que le encumbrase como el verdadero dueño de los reinos peninsulares. Para ello, solamente debía labrarse la imagen de campeón cruzado contra el Islam. Por su parte, doña Urraca debía competir por no ser excluida de su propio reino y mantener el control de sus territorios.

En el complicado tablero gallego, el obispo de Santiago de Compostela, Gelmírez y el conde de Traba proseguían con sus intentos de consolidar la autonomía gallega bajo Alfonso Raimúndez. Urraca intentó mantener un pulso con el obispo compostelano, cuya hegemonía y dominio sobre su hijo resultaba un grave obstáculo para el gobierno. Teresa, máxima autoridad de Portugal desde la muerte de su marido Enrique en 1112, aprovechó la ocasión para apoyar a Gelmírez en contra de su hermana. Urraca por su parte, logró aprovechar una insurrección en la ciudad de Santiago que obligó al obispo a alcanzar un pacto. A pesar de ello, la revuelta de Santiago no se extinguió sino que aumentó en violencia, llegando el pueblo a vejar y agredir a la propia reina cuando ésta trataba de exhortarles a retornar a la obediencia a Gelmírez. Tras escapar de la tremenda paliza, Urraca conseguiría restaurar el orden gracias a la acción de sus tropas.

Tras esta crisis, el reinado de Urraca entraría en una nueva fase. Su política se castellanizaría y además en estos últimos años reina e hijo gobernarían conjuntamente. A pesar de ello, ella nunca renunció a su papel activo como reina titular.

Urraca I de León y de Castilla
Aunque el problema gallego se enquistó de manera permanente y la presión de los almorávides no cesaba en ningún momento, la reina consiguió en sus últimos años dos victorias de enorme importancia para el futuro de su reino: neutralizó las aspiraciones de su hermana Teresa, asegurándose el control de los territorios limítrofes con el condado de Portugal, y detuvo las ambiciones expansionistas de su ex-marido Alfonso el Batallador, al conseguir una victoria decisiva en Sigüenza en 1124. Urraca falleció apenas dos años más tarde, pasando así definitivamente el testigo a su hijo Alfonso VII.

Maltratada por su marido, por su pueblo y por la misógina historiografía que ha imperado hasta nuestros días, Urraca no ha recibido el trato que merece. Mujer de carácter indómito y de naturaleza valiente, ella fue la primera reina titular en la historia medieval europea, adelantándose incluso a otras figuras de enorme popularidad como Leonor de Aquitania (madre de Ricardo Corazón de León). Su vida fue la de una mujer que quiso reinar en una sociedad dirigida por hombres, que trató de alzar su voz aún cuando las circunstancias no le eran favorables. Descansa Urraca, tu historia nunca será olvidada.





domingo, 10 de julio de 2016

CLEOPATRA, MÁS ALLÁ DEL MITO

Me ilusiona poder compartir con vosotros la apasionante historia de una figura que me ha acompañado bastante tiempo en mis lecturas: Cleopatra. Sobran las presentaciones en el caso de un personaje tan afamado que ha sido retratado hasta la saciedad en el cine. Mujer enigmática, para muchos la pura representación de la sensualidad y la erótica del poder. A pesar de ello y como veremos, la visión que se nos ha transmitido de ella en la cultura popular no siempre ha sido la más rigurosa. Es nuestro trabajo pues, tratar de desentrañar el verdadero personaje de Cleopatra a través de su biografía. 

Cleopatra VII - pues aunque no le solamos añadir el ordinal detrás, en realidad era la séptima de su familia -  pertenecía al linaje de los Ptolomeos que gobernaban Egipto desde la muerte de Alejandro Magno. El conquistador macedonio había llegado en sus espectaculares campañas hasta Egipto, donde había fundado la ciudad de Alejandría. A la muerte de Alejandro, su enorme imperio fue dividido entre sus generales (los diádocos) de manera que Ptolomeo se convirtió en el nuevo soberano de Egipto.

Reparto del imperio de Alejandro Magno
Así dio comienzo la dinastía ptolemaica que gobernó Egipto desde el 323 a.C. hasta el 20 a.C. fecha de la muerte de nuestra protagonista. Durante este período, Egipto se consolidó como un reino próspero y su nueva capital, Alejandría, se convirtió en una de las principales urbes del mundo. Con una actividad comercial frenética, un imponente faro que se contaba entre una de las grandes maravillas del Mundo Antiguo y una espléndida biblioteca que constituía el principal centro del saber de la época, la luz de Alejandría brillaba por todo el Mediterráneo.

Las generaciones de la dinastía se fueron sucediendo y mientras Egipto continuaba su propio camino, la emergencia de un nuevo poder transformó radicalmente la situación de todos los Estados del Mediterráneo. Los romanos, tras vencer a los cartagineses en la guerras púnicas (264-146 a.C.), comenzaron un proceso de expansión que les encumbró como la principal potencia del momento. Desde la Península Itálica, Roma se extendió a este y oeste conquistando la Península Ibérica, la Galia, Grecia, el norte de África, Anatolia (actual Turquía) y el corredor siriopalestino. De esta forma, cuando Cleopatra accediese al trono de Egipto, su reino sería uno de los últimos reductos independientes de la cuenca mediterránea.

Si bien el poder de Roma constituía una clara amenaza para el Egipto independiente, no es menos cierto que algunos de sus gobernantes llevaron a cabo políticas nefastas que contribuyeron a empeorar la situación. El padre de Cleopatra, Ptolomeo XII, también conocido como Auletes (en referencia al aulós, la flauta que solía tocar en público), era un rey entregado a las fiestas, los banquetes y la bebida. Atemorizado por la creciente oposición que había hacia su persona y la delicada relación que mantenía con los romanos (a los que su predecesor había cedido la tutela de Egipto en su testamento), Ptolomeo XII recurría a constantes sobornos para ganarse apoyos y mantenerse en el poder a toda costa. Para poder pagar a sus aliados, el rey contraía deudas con prestamistas romanos y aumentaba la presión fiscal sobre los campesinos del reino, medida que en épocas de malas cosechas incrementaba el malestar de la población. Junto a la indignación de su pueblo, Ptolomeo XII se veía acosado por las intrigas familiares e incluso en el 58 a.C. se vio forzado a abandonar Egipto y huir a Roma por una rebelión encabezada por su hija Berenice IV. No obstante Auletes, con la ayuda de sus amigos romanos, consiguió volver y ordenó la ejecución de su hija rebelde.

Cleopatra se crió en este ambiente de crispación popular y tensiones en el seno de su familia. A pesar de ello, su formación fue muy completa. La princesa fue instruida en diversas disciplinas como la medicina, la astronomía, la literatura o las matemáticas. Además, era capaz de hablar un gran número de idiomas, incluido el egipcio, lo cual la convertía en el único miembro de toda la dinastía ptolemaica en hablar la lengua de su pueblo (no olvidemos que los Ptolomeos eran griegos y recibían una formación acorde con ello). Y es que si por algo brilló Cleopatra, fue por su inteligencia y erudición.

Cuando Ptolomeo XII murió en el 51 a.C. accedieron al trono de Egipto una jovencísima Cleopatra y su hermano Ptolomeo XIII que apenas era un niño. En los primeros momentos de su reinado, Cleopatra trató de impulsar medidas para paliar la dura crisis que atravesaba su reino. El pueblo de Alejandría sufría escasez, una alta inflación y elevados impuestos. Aunque su hermano, al ser varón, debería haber asumido el rol dominante de la pareja real de acuerdo a la costumbre de la época, su minoría de edad le obligaba a delegar sus funciones en un consejo regente. En esta situación, fue Cleopatra quien controló activamente el gobierno arrinconando al pequeño Ptolomeo que tampoco mostraba especiales dotes para la tarea. Sin embargo, pronto surgieron desavenencias en la pareja real avivadas por las conspiraciones contra Cleopatra dirigidas por su hermana menor Arsínoe (que aspiraba al trono) y los consejeros de su manipulable hermano. Así pues, Cleopatra y su séquito se vieron obligados a huir de Alejandría en dirección hacia la actual Siria.

Estando en el exilio, Cleopatra logró reclutar en solitario un ejército de mercenarios con la intención de reconquistar su reino. Sin embargo, a su regreso a Egipto, las tropas fieles a su hermano consiguieron frenar su avance en Pelusio, ciudad costera situada al nordeste del Delta del Nilo. Mientras las tropas de ambos hermanos se enfrentaban en un conflicto civil, en Roma la lucha por el liderazgo le correspondía a Julio César y Pompeyo. Este último, habiendo sido derrotado por su rival en la batalla de Farsalia, se vio obligado a huir y buscó refugio en Egipto creyendo que sería bien recibido por la amistad que había mantenido años atrás con el difunto rey Ptolomeo XII. Cuando Pompeyo alcanzó las costas de Egipto sin embargo, no se encontró con la cálida bienvenida que él esperaba. Por el contrario, fue asesinado por los egipcios ya que temían que ayudarle a él supusiese un enfrentamiento con César.

Poco después, Julio César llegó también a Egipto. Allí, las narraciones cuentan que se le mostró la cabeza de Pompeyo y esto le causó una auténtica conmoción. Al fin y al cabo, aunque habían sido rivales en el pasado, César no concebía una muerte así para Pompeyo. Una vez asentado en territorio egipcio, el romano decidió mediar en el conflicto entre Cleopatra y Ptolomeo. Para Roma, Egipto constituía un reino aliado y un territorio próspero que le podría proporcionar importantes recursos. Para poder fortalecer esta relación, resultaba imprescindible asegurar un gobierno estable.

De esta forma, César se presentó en Alejandría como árbitro y citó a los dos hermanos en la capital. El rey niño, que controlaba la ciudad y sus guarniciones, recibió a César de inmediato. Por el contrario Cleopatra, incapaz de traspasar la barrera que formaban las tropas de su hermano en Pelusio, se vio obligada a viajar de incógnito en una pequeña embarcación bordeando la costa. Finalmente consiguió llegar al palacio donde se alojaba César en Alejandría. Según el relato de Plutarco, la joven reina llegó envuelta en una alfombra que fue trasladada hasta los aposentos de César. Una vez allí, el criado que la trasladaba la desenrolló y de su interior emergió la bella Cleopatra que embelesó al romano. Historias románticas aparte, los historiadores dudan seriamente de la veracidad de este relato y más teniendo en cuenta que proviene de la pluma de Plutarco, autor romano enemigo acérrimo de Cleopatra que trató de retratarla en sus escritos como una reina frívola y seductora.

Sea o no cierto el relato de la alfombra, Cleopatra consiguió finalmente entrevistarse con César y atraerlo a su causa. Cuando Ptolomeo XIII averiguó lo sucedido, estalló en un arrebato de ira. Apelando al testamento de Auletes que establecía el gobierno conjunto de ambos hermanos, César confiaba en poder evitar una guerra civil a través de justas recompensas para todos los miembros de la familia real. Pero a pesar de sus esfuerzos, el enfrentamiento se hizo inevitable. Acorralados en el distrito de Palacio, César y Cleopatra, con el apoyo de escasas guarniciones, tuvieron que hacer frente a las tropas fieles a Ptolomeo en una dura guerra en la que estuvieran a punto de sucumbir. Tras meses de encarnizados enfrentamientos, la llegada de refuerzos y la estrategia de César, permitieron que la balanza se inclinara a su favor. Ptolomeo XIII murió ahogado en el Nilo al intentar huir. Una vez asegurada la victoria, Cleopatra fue repuesta en el trono junto a su hermano menor Ptolomeo XIV. La reina consiguió ver reafirmada su posición y asumió la dirección efectiva del gobierno.

César y Cleopatra entablaron entonces una alianza decisiva para el futuro de ambos. Mientras que ella necesitaba la amistad de Roma para asegurarse la protección y la independencia de su reino, él se encontraba interesado en las riquezas del país amigo. Dejando de lado las consideraciones sentimentales del romance, lo cierto es que la reina egipcia había conseguido fortalecer su posición a través de una maniobra diplomática brillante. Al final, la relación entre César y Cleopatra se aproximó más a un tratado amistoso que a una aventura pasional.

En algún momento entre el 47 y el 44 a.C. Cleopatra dio a luz a un hijo al que puso el nombre de Ptolomeo César aunque el pueblo de Alejandría pronto le conoció como "Cesarión" ya que se rumoreaba que su padre era César. Aunque las fuentes no se ponen de acuerdo en cuanto a la cuestión de la paternidad del niño, Cleopatra no hizo ningún esfuerzo en acallar estos rumores que le beneficiaban. En este período, la reina se trasladó probablemente hasta en dos ocasiones a Roma junto a su amante. La película protagonizada por Elizabeth Taylor nos muestra su entrada en la ciudad como un desfile triunfal, aunque tal recibimiento es altamente improbable, dada la desconfianza que sentían los romanos hacia Cleopatra. Aprovechando la impopularidad de la reina extranjera, los enemigos de César trataron de desprestigiarle en todo momento. Él sin embargo, no dejó de rendir homenaje a su amante, en honor de la cual erigió una estatua.

La suerte de la reina dio un giro radical cuando su valedor fue asesinado en el 44 a.C. Muerto César, Cleopatra se encontraba desprotegida en Roma por lo que regresó inmediatamente a Alejandría. Al poco tiempo de su llegada a la capital, su hermano Ptolomeo XIV, con quien compartía el trono, murió en extrañas circunstancias. Esto ha dado pie a ciertas sospechas sobre el papel que tuvo la reina en la muerte de su hermano. Algunos autores como Josefo, afirman que ella le envenenó temiendo que éste quisiera reclamar más poder. No obstante, no existen pruebas que avalen esta hipótesis e historiadores como Joyce Tyldesley no consideran extraño que el joven Ptolomeo XIV falleciese a los quince años teniendo en cuenta que la esperanza de vida para los varones en la época era de tan solo treinta y tres años.

Cleopatra y Cesarión representados
en el templo de Hathor en Dendera
Lo cierto es que la muerte de su hermano le allanó el camino. Con Cesarión a su lado, Cleopatra encontró el pretexto perfecto para evitar la incómoda obligación de buscar a un nuevo co-regente masculino con el que contraer matrimonio dado que la tradición ptolemaica le permitía regentar el país en nombre de su hijo. Ptolomeo XV jugó además un papel clave en la propaganda de su madre. Así, Cleopatra pasó a ser representada como una madre semidivina, identificada con la diosa Isis.

Los siguientes años fueron por los general pacíficos y estables, aunque la situación económica seguía siendo precaria ante la sucesión de malas cosechas y la alta inflación que afectaban a su pueblo. Pese a estos problemas, la posición de Cleopatra era más sólida que nunca, sin rivales que pudieran hacer peligrar su poder.

No obstante, en el resto del Mediterráneo la situación distaba bastante de ser pacífica. Tras el asesinato de César, en Roma se había formado el segundo triunvirato. Sus integrantes (Marco Antonio, Octavio y Lépido) se unieron para capturar a los principales asesinos de César (Bruto y Casio). Por su parte los magnicidas, al ver que carecían de apoyo en Roma, huyeron rápidamente hacia las provincias orientales en busca de ayuda. Tanto los triunviros, como Bruto y Casio, confiaban en poder encontrar un aliado en la reina de Egipto. Aunque Cleopatra se mostraba reacia a intervenir en un conflicto romano, las circunstancias le obligaron a tomar partido a favor de los triunviros. Una vez Casio y Bruto fueron derrotados en la batalla de Filipos (42 a.C.), el control de los territorios romanos se dividió entre los dos grandes hombres del momento: a Octavio le correspondió la Península Itálica y las provincias occidentales, mientras que Marco Antonio obtuvo la zona oriental. Lépido, por su parte, se quedó con el norte de África pero fue pronto apartado de la verdadera pugna de poder en Roma.

Marco Antonio realizó viajes a sus territorios recompensando a aquellos que habían apoyado al triunvirato y castigando a sus enemigos. Con la vista puesta en las riquezas y el destino de Egipto, convocó a Cleopatra a una reunión en Tarso, en donde se debería aclarar el papel que había tenido ella en la contienda. Allí, Cleopatra consiguió ganarse su apoyo y juntos entablaron una relación amorosa que marcaría inexorablemente el futuro político de ambos. De esta forma, la reina, sumamente vulnerable desde el asesinato de César, volvía a procurarse una alianza que le proporcionaba protección a su reino. A cambio de ayudarle en la financiación de sus campañas contra los partos en Oriente, Cleopatra consiguió que Antonio la reafirmase en el trono y eliminase a sus rivales más directos. Ambos regresaron a Egipto y allí pasaron una temporada juntos mientras Octavio aprovechaba al ausencia de Marco Antonio para reafirmar su posición en Roma. Al poco tiempo, murió la esposa de Antonio, Fulvia, por lo que éste se encontraba en libertad para contraer matrimonio con Cleopatra. Sin embargo, en un momento político complejo, a Antonio se le exigió renovar su lealtad a Octavio a través del matrimonio con su hermanastra Octavia. Esto no supuso un obstáculo para que la relación entre Cleopatra y Marco Antonio siguiese adelante. De hecho, tuvieron dos hijos gemelos en el 40 a.C.

A medida que pasaron los años, las relaciones entre Marco Antonio y Octavio se fueron tensando. Este último, aprovechaba su presencia en Roma para recabar apoyos contra su rival a través de difamaciones de todo tipo. Antonio era retratado como un títere en manos de una reina extranjera dado al derroche, mientras que Octavio defendía su imagen como la de un político incorruptible. Por otro lado, la incapacidad de Antonio para imponerse militarmente a los partos que amenazaban las fronteras orientales de Roma, incrementó su impopularidad. En esta situación, el enfrentamiento por la hegemonía a largo plazo se hizo inevitable. Cleopatra y Marco Antonio habían unido sus destinos al estrechar su colaboración a lo largo de años, de forma que lucharían juntos contra Octavio. En el 31 a.C. el enfrentamiento final tuvo lugar en la batalla naval de Actium, que supuso la victoria definitiva para Octavio, al tiempo que Cleopatra y Marco Antonio se batieron en retirada.

El final se acercaba para ambos amantes que vivían sus últimas horas en una situación de desconcierto. Cleopatra se encerró en su mausoleo junto a su tesoro mientras que Marco Antonio, abandonado por sus tropas, fue incapaz de revertir la desesperada situación. Al poco tiempo, llegó a sus oídos un falso rumor acerca de la muerte de Cleopatra y en ese momento el romano decidió quitarse la vida clavándose una espada en el estómago. Mientras perdía sangre, su cuerpo fue trasladado hasta la tumba en donde se encontraba ella. Marco Antonio fue entonces arrastrado hasta el interior a través de una ventana para que pudiera morir en los brazos de Cleopatra.

Cuando Octavio llegó a Alejandría, se encontró a la reina de Egipto atrincherada en su mausoleo amenazando con inmolarse y destruir su tesoro. Octavio, que deseaba evitar esto a toda costa, consiguió entrevistarse con ella. Según algunos autores prorromanos, los intentos de seducción de Cleopatra no funcionaron sobre el intachable Octavio. En cualquier caso, ella había intentado negociar el futuro de su hijo Ptolomeo XV en el trono de Egipto con escaso éxito. Ante la perspectiva de ser exhibida y humillada públicamente en Roma como una esclava, Cleopatra decidió quitarse la vida. Antes de morir, había enviado a Cesarión al exilio con una cierta cantidad de dinero para poder huir en dirección hacia la India donde, si todo salía bien, se reuniría con él. No obstante,  poco después del suicidio de su madre, su tutor Rodon le traicionó convenciéndole para regresar a Alejandría donde fue capturado y ejecutado.

Con la muerte de Cleopatra VII, la era helenística, heredera de la cultura helénica de la Grecia de Alejandro Magno, llegaba a su fin. En su lugar, el Mediterráneo conocía la creación del Imperio Romano que mantendría su hegemonía hasta el siglo V.

Con frecuencia, nuestros directores de cine y algunos historiadores se dejan guiar en exceso por los testimonios romanos que se conservan sobre su persona, los cuales nos reflejan a una Cleopatra frívola. Con ello, lo único que consiguen es cultivar  la tradición misógina de mujer-objeto que obvia los aspectos fundamentales de su persona. Cleopatra en realidad, fue mucho más que una simple seductora ya que por encima de su supuesta belleza, o de sus amantes, fue una reina cultivada, inteligente y ambiciosa que luchó toda su vida por la prosperidad e independencia de su reino. Por desgracia para ella, su fortuna fue similar a la de otros perdedores de la historia, puesto que su biografía sería escrita por sus enemigos.



martes, 5 de julio de 2016

OPORTUNIDADES PERDIDAS DE NUESTRA HISTORIA I: JOSÉ BONAPARTE

En esta entrada abrimos una nueva sección titulada "Oportunidades perdidas de nuestra historia". A menudo, resulta tentador adentrarse en el mundo de la ficción para imaginar qué hubiera podido suceder si nuestra historia hubiese discurrido por cauces distintos. ¿Cómo habría cambiado la historia de Roma si Julio César no hubiese muerto asesinado? ¿Habría estallado la Segunda Guerra Mundial sin Hitler? La lista de incógnitas resultaría interminable. A esta práctica común, los historiadores la denominan historia contrafactual, dado que no se apoya en una evidencia fáctica sino que se adentra en el universo de la especulación. A través de este ejercicio, corremos el riesgo de alejarnos de la pretensión de rigurosidad de la disciplina histórica y refugiarnos en relatos ficticios más cercanos a la literatura.

Así pues, no es mi intención inventarme una historia paralela, pero todos reconocemos que determinados acontecimientos clave han marcado el devenir histórico de forma decisiva. Es por ello, que no podemos olvidar aquellos sucesos que podrían haber transformado nuestra historia, aquellas grandes oportunidades perdidas que quizá hubieran arrojado luz sobre el oscuro panorama de nuestra historia reciente.

Nos trasladamos de época y lugar hasta la España de la Guerra de la Independencia para analizar una de las figuras más polémicas de nuestra historia. Se trata de José I Bonaparte, hermano de Napoleón que protagonizó uno de los reinados más efímeros de España. A pesar de la brevedad de su estancia en Madrid, José I fue un monarca reformista con iniciativa propia que podría haber liderado un proceso de importantes reformas en la España de principios del XIX.

Manuel Godoy
Los comienzos del siglo XIX en España se caracterizaron por la tormentosa relación que mantuvo la familia real española con la Francia revolucionaria. El estallido de la Revolución Francesa generó en el gobierno español un temor al contagio y es por ello que en un primer momento se trató de prohibir la circulación de publicaciones de todo tipo a través de la frontera para evitar la propagación de las ideas revolucionarias. Cuando el rey de Francia Luis XVI murió ejecutado en 1792, una nueva figura ascendió en el panorama político español: Manuel Godoy. El nuevo valido del rey adoptó una política beligerante hacia la Francia de la Convención y se precipitó a una guerra que ensuciaría su imagen como político. Tres años más tarde, tras importantes derrotas militares, Godoy se vio obligado a firmar la Paz de Basilea por la que los franceses restituyeron todos los territorios ocupados en el norte de España. En 1796, se firmaba el Tratado de San Ildefonso sellándose una alianza francoespañola contra Inglaterra. Inmediatamente después comenzaría una guerra contra Inglaterra en la que España sufriría duras pérdidas como la caída de Trinidad (plaza fundamental para el control del comercio con América) y la derrota del Cabo de San Vicente. La situación se agravó cuando Napoleón accedió al gobierno en Francia y comenzó a presionar a Godoy para que se plegase a sus deseos y le ofreciese ayuda militar en el mar contra los ingleses. Así, en 1805 la Armada española quedó prácticamente liquidada en la batalla de Trafalgar. A partir de entonces, España jamás volvería a recomponer su poder marítimo.

Las derrotas militares, la influencia de Napoleón y la grave crisis hacendística de una España desangrada por la guerra crearon un caldo de cultivo ideal para el crecimiento de la oposición contra la familia real y Manuel Godoy, al que acusaban de ser un advenedizo. Los grupos opositores se agruparon en torno a la figura del príncipe Fernando. En 1807, tras un primer intento fracasado de golpe de Estado por parte de Fernando en el Escorial, la corona española firmó el Tratado de Fontainebleau por medio del cual, las tropas francesas recibieron el permiso español para atravesar el territorio peninsular en dirección hacia Portugal (tradicional aliado de Inglaterra al que convenía neutralizar si se deseaba vencer en la guerra). Sin embargo, pronto se hizo evidente que el propósito de los ejércitos franceses era el de ocupar también España. Godoy, alarmado por la evolución de los acontecimientos, dispuso el traslado de la familia real española a América, medida que ya habían adoptado los reyes portugueses. Sin embargo, antes de comenzar el viaje, estalló el motín de Aranjuez en el que se capturó a Godoy y se obligó al rey Carlos IV a abdicar en su hijo Fernando. Ante esta situación de crisis en el seno de la familia real, Napoleón los convocó a todos en Bayona tratando de presentarse como árbitro de la situación. Allí, les obligó a abdicar en él mismo, y finalmente cedió la corona española a su hermano José Bonaparte. En este momento, coincidiendo con la marcha de la familia real en España, se produjo el levantamiento del dos de mayo y así dio comienzo la Guerra de Independencia Española.

La reunión en Bayona
En 1808 José Bonaparte abandonó su tranquilo reino de Nápoles para acudir a su nuevo destino. Desde el primer momento, el rey trataría de presentarse a sus nuevos súbditos como el garante de las novedosas reformas que el país necesitaba. El primer rasgo de reformismo del nuevo rey se manifestó en el llamado Estatuto de Bayona, documento redactado por una junta en la que participaron juristas españoles. Se trata del primer texto constitucional de la historia española, anterior incluso a las Cortes de Cádiz. No obstante, no podemos hablar de una constitución plena, sino más bien de una Carta Otorgada, fruto de la voluntad del Emperador (Napoleón), que se encontraba a medio camino entre el mundo del Antiguo Régimen y el constitucionalismo francés. El Estatuto era un texto de carácter claramente autoritario que establecía al rey como auténtico director de la política del Estado. Por otro lado, también recogía elementos de la tradición española como la afirmación de la religión católica como única del reino. Sin embargo, el texto incorporaba una serie de principios reformadores claros tales como el reconocimiento de la libertad de imprenta, la libertad personal o la inviolabilidad del domicilio. Si bien Napoleón contemplaba el documento como un mero instrumento para dar una apariencia de legalidad al cambio dinástico, José creyó en una constitución que trató de respetar escrupulosamente. Y es que si Napoleón se caracterizaba por ser un brillante militar, José por el contrario, destacaba como jurista.

A pesar de que José entró en España con los deseos de ser un rey constitucional plenamente convencido de su labor reformadora, desde el mismo momento en que atravesó la frontera, los españoles le recibieron con desprecio, calificándole como "rey intruso". Nada más llegar a Madrid, el rey se vio obligado a abandonar la capital ante el repliegue de las tropas francesas motivado por la victoria de los españoles en la batalla de Bailén. En respuesta a este revés, Napoleón lideró personalmente sus tropas en una campaña militar que restauró a su hermano en el trono español. A partir de ese momento, se iniciaría el verdadero reinado de José I. A su llegada a Madrid, Napoleón emitió en Chamartín unos decretos en los que se reconocían importantes medidas en el derribo del Antiguo Régimen, como la abolición de los derechos feudales y la Inquisición. Sin embargo, la campaña  había cambiado radicalmente la concepción napoleónica del gobierno de España. Para el Emperador francés, la resistencia mostrada por los españoles en Bailén constituía una ruptura del pacto constitucional y por lo tanto, se amparó en el derecho de conquista para colocar en el trono a su hermano como príncipe francés enteramente a su servicio y no como un soberano independiente. Sin embargo José, en su empeño por ser un rey constitucional, renovó el juramento al estatuto, acto que causaría la ira de su hermano quien acabaría acusándole de haberse "españolizado". Surgió entonces una discrepancia entre las posturas de ambos y José trató de mantener su independencia frente a su hermano.

Caricatura de Pepe Botella
Es evidente que la posición de José I resultaba sumamente precaria. En primer lugar, el rey carecía de respaldo popular, algo que le atormentaba profundamente. Sus coetáneos mostraron su desprecio hacia el nuevo rey a través de diversos motes entre los que sobresalen el de Pepe Botella (en referencia a su supuesto alcoholismo) o el Rey Plazuelas (por su labor urbanística volcada a la apertura de plazas en la capital). Por otro lado, su iniciativa política se veía limitada por las continuas injerencias de su hermano y ni siquiera era capaz de imponer su autoridad en el territorio controlado por sus tropas ya que los mandos militares franceses, leales a Napoleón, le desobedecían continuamente. La figura de José quedó de esta forma, completamente eclipsada por los éxitos militares del Emperador. Hasta los propios afrancesados, pronto comprendieron su posición de subordinación a Francia ya que el gobierno español estaba arruinado y dependía de los fondos franceses para mantener la marcha de la guerra. El transcurso del conflicto finalmente hizo inviable la implantación de las instituciones contempladas en el estatuto y el monarca intentó dirigir un proceso constituyente convocando unas nuevas Cortes abiertas a la participación de los diputados reunidos en Cádiz. No obstante, el proyecto naufragó y las Cortes de José I nunca llegaron a reunirse.

A pesar de todo esto, el "rey intruso" trató de mantener su compromiso reformista. Desde 1809 hasta 1812, el gobierno josefino llevó a cabo un importante programa ilustrado. José fue el primer rey que trató de racionalizar la administración heredada de los antiguos reinos adaptando el esquema de las prefecturas francesas al territorio español. Mostró interés por la educación pública al fundar en 1811 la Junta de Instrucción Pública en un intento de establecer los cimientos de un sistema público de educación a nivel nacional. José I destacó también en el plano cultural al disponer la creación de un Museo Nacional que acogiese obras de palacios reales y subvencionar la actividad teatral. Por último, el rey intentó impulsar una serie de medidas de modernización económica como la abolición de diversos monopolios o la aprobación de generosas concesiones otorgadas a aquellos que quisieran crear compañías industriales.

Fernando VII
La derrota de las tropas francesas marcó la marcha definitiva de José I y el retorno del infame Fernando VII. Todos los españoles que habían luchado por su "legítimo" rey se encontraron con la vuelta a la dureza del absolutismo. Los afrancesados, así como miles de liberales que habían dado sus vidas por Fernando, tuvieron que exiliarse cuando éste impuso una represión a gran escala. Fernando VII protagonizaría un reinado penoso, caracterizado por la ruina de la Hacienda, la represión política, la pérdida de la mayoría de las colonias americanas y el apego a la tradición del Antiguo Régimen. Sus decisiones ahondaron la dolorosa división entre liberales y absolutistas que causaría constantes enfrentamientos civiles a lo largo de todo el siglo.

Finalmente, Pepe Botella, odiado por sus súbditos e ignorado por sus generales, abandonó el trono español para siempre en 1813. Con su marcha, España perdía a un rey reformista que podría haber liderado una transición hacia un país moderno. A menudo, los relatos simplistas a los que acuden algunos de nuestros políticos inciden en la heroicidad del pueblo español durante su guerra contra el invasor francés, obviando la cruda realidad que trajo aquella contienda a la historia de nuestro país. Seamos críticos, no nos conformemos y revisemos constantemente nuestro pasado para no dejarnos manipular por el uso político de la historia.